domingo, 20 de marzo de 2016

La pata mexicana que lanzó la Revolución Cubana




Los detalles del arresto de Fidel Castro en México y el desmantelamiento de la “conjura contra el Gobierno de la República de Cuba” figuran en cinco páginas escritas a máquina conservadas en el Archivo General de México.

El presidente de la primera potencia mundial, Barack Obama, llega hoy a Cuba sin que Estados Unidos haya podido, a lo largo de casi 60 años, doblegar a esa Revolución Cubana que murió y renació en una esquina de México. Porque la génesis final de la revolución castrista se plasmó en un barrio adinerado de la capital mexicana, en las esquinas de Kepler con Mariano Escobedo, a la sombra nocturna de unos árboles por donde Fidel Castro caminaba luego de bajarse de un Packard Verde de 1950. Iba acompañado por tres hombres. Fidel se dio cuenta de que lo seguían, llevó su mano a la cintura para tomar su revólver pero los agentes del capitán Fernando Gutiérrez Barrios le ganaron la partida, sin disparar un solo tiro.
Hace casi 60 años, el 21 de junio de 1956, la Revolución Cubana quedó suspendida en esa esquina de Kepler con Mariano Escobedo. Fidel Castro tenía apenas 29 años y acababa de caer en la redada montada pacientemente por Barrios. Con Fidel, cayeron también todos aquellos que habían trabajado en la célula que Castro había montado en México con el Che.
En ese momento, todo parecía perdido, tanto más cuanto que los sabuesos del capitán Fernando Gutiérrez Barrios habían puesto bajo su radar la sede de la célula cubana situada en la Colonia Tabacalera, en el número 49 de la calle José de Emparan, departamento “C”. El lugar es todo un emblema de nuestra historia. El primero de julio de 1955 allí se conocieron Fidel Castro y el Che. Ambos fueron presentados por el hoy presidente de Cuba, Raúl Castro. Quienes se volverían con el tiempo los dos ejes de la Revolución Cubana que derrocó a Fulgencio Batista conversaron durante más de 10 horas. El Che vivía en Emparan 49 con la peruana Hilda Gadea, su esposa (se casaron en agosto de 1955). El departamento de la Colonia Tabacalera era también el núcleo desde donde Fidel había montado su organigrama mexicano. Los detalles del arresto de Fidel Castro y el desmantelamiento de la “conjura contra el Gobierno de la República de Cuba” figuran en cinco páginas escritas a máquina conservadas en el Archivo General de México.
El documento fue descalificado hace algunos meses luego de permanecer oculto durante varias décadas en los archivos confidenciales de la Secretaría de Gobernación. Cuando Fidel y la célula del 26 de Julio fueron arrestados, el capitán Gutiérrez Barrios era uno de los agentes más importantes de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad (DFS) de la Secretaría de Gobernación. Barrios era un lince, un hombre de doble filo, capaz de encarcelar y perseguir a cuanto progresista, líder de movimiento juvenil o sindical se le cruzaba por el camino, de arrestar a Fidel y los suyos y luego, como se verá, de asumir lo impensable. En ese documento, Barrios cuenta que el comando de cubanos estaba encabezado “por un sedicente doctor Fidel Alejandro Castro Ruz, exiliado político cubano quien llegó a nuestro país por una amnistía del gobierno de Cuba después de estar preso por cometer un asalto a un cuartel militar en La Habana el 26 de julio de 1953”. Castro había llegado a México en julio de 1955 con la intención de regresar a Cuba y derribar la dictadura de Batista. Fidel y su hermano armaron una célula operativa compuesta por unas 40 personas que se entrenaba en México con vistas del zarpazo final. El informe escrito por Barrios dice que su objetivo consistía en “capacitarse militarmente para integrar mandos que dirijan en su país a los descontentos”. Resulta paradójico constatar que, a lo largo de las páginas del informe, el capitán Barrios va manifestando poco a poco cierta admiración por el grupo, y, sobre todo, por Fidel, en quien reconoce rápidamente su estatura de líder y su rigor. Según el capitán, Fidel les hacía entender a sus hombres que “para estar preparados a una acción armada se necesita una disciplina estricta”.
Fidel y un ex coronel de la República española, Alberto Bayo Giraud, eran los principales instructores del grupo disidente.
Los hombres se entrenaban en una suerte de estancia a la que Fidel Castro había rebautizado con el nombre de Santa Rosa, situada en la zona montañosa de Ayotzingo, Chalco. Barrios escribe en su informe que los entrenamientos comprendían “prácticas de tiro, topografía, táctica, guerrilla, explosivos bombas incendiarias, voladura con dinamita”. Antonio del Conde fue quien le vendió a Fidel las armas con las que se entrenaban, todas compradas en los Estados Unidos. Una vez que Fidel fue detenido en la capital mexicana, cientos de militares allanaron la Estancia Santa Rosa. Todo parecía perdido. La Revolución había quedado en manos del capitán Fernando Gutiérrez Barrios. Los rebeldes estaban presos, sus armas y sus medios confiscados. La historia, en suma, se había tragado los sueños revolucionarios. Pero algo sutil y decisivo ocurrió. Los rasgos de ese cambio están en el documento de 5 páginas escritas por el temible capitán. En vez de emitir recomendaciones severas, Barrios empieza a restar importancia al comando, afirma que los revolucionarios no tienen lazo alguno con el Partido Comunista, califica las armas incautadas como “pocas y fáciles de adquirir” y, por encima de todo, suaviza su análisis diciendo que la célula castrista era en realidad un “grupo opositor independiente” cuyo único objetivo consistía en “derribar a Fulgencio Batista”.
El mismo Fidel dio cuenta de esa metamorfosis del policía mexicano en el libro Guerrillero del tiempo. Allí escribe: “Gutiérrez Barrios se dio cuenta del sentido de nuestra lucha, de quiénes éramos, qué hacíamos. (...) Llegó a sentir aprecio por nosotros y por todo el movimiento. Fue uno de los fenómenos que se produjo en medio de tal desastre: nació una relación de amistad y de respeto con el principal jefe de la Policía Federal”. Lo que pareció llegar a un trágico fin en la esquina de Kepler y Mariano Escobedo resultó ser un nuevo comienzo. México liberó a Fidel y su grupo y la historia se puso de nuevo en marcha casi por la misma senda por donde, una tarde de 1955, había comenzado. Ese año, un joven alto y con autoridad que decía llamarse Alejandro entró en una armería de la Ciudad de México y pidió comprar “mecanismos de acción belgas”.
El dueño de la armería, Antonio del Conde, no supo sino mucho después que el joven que le pedía esas armas era Fidel Castro. Se las vendió, esas y muchas más. Desde ese momento, Del Conde se volvió un amigo y, también, el proveedor de armas oficial de la célula castrista. Antonio del Conde fue, de pronto, el lazo entre México y Cuba. El armero le proporcionó a Castro y sus 80 revolucionarios el Barco Granma con el cual, el 25 de noviembre de 1956 por la mañana, bajo una garúa incómoda, Fidel Castro zarparía desde el puerto de Tuxpan rumbo a la Sierra Maestra y la Revolución. El presidente de la primera potencia mundial, Barack Obama, llega hoy a ese país, sin que Estados Unidos haya podido, a lo largo de casi 60 años, doblegar a esa Revolución que murió y renació en una esquina de México.

Eduardo Febbro
Desde Ciudad de México
efebbro@pagina12.com.ar

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