domingo, 13 de octubre de 2019

Ecuador: lucha de clases y crisis política en el cinturón del continente




Las imágenes impactan. Del otro lado de la pantalla las barricadas arden. Los hechos ocurren a miles de kilómetros. Y, sin embargo, suceden muy cerca de la Argentina.

Desde hace más de diez días, Ecuador se sacude por una potente movilización social. En las calles confluyen indígenas, trabajadores, mujeres, jóvenes y el pueblo en su conjunto. Enfrentan la represión policial, hacen arder vehículos, atacan los símbolos del poder. Evocando aquellos primeros años del siglo XXI, elevan la temperatura de este subcontinente que es América Latina.

Continuidad, cambio, ajuste

Lenín Moreno llegó a la presidencia ecuatoriana en abril de 2017. De la mano del propio Rafael Correa, su elección fue presentada como una batalla épica por todo el progresismo latinoamericano. En aquel entonces, en un efusivo saludo, Cristina Kirchner expuso el resultado electoral como un triunfo “para el Ecuador y para toda la Patria Grande”.
Presentado como “continuidad con cambios” de la Revolución Ciudadana de Correa -cuya vicepresidencia ocupó entre 2007 y 2013-, Moreno expresó un giro a derecha para pactar con los sectores conservadores y neoliberales, buscando adaptarse a las nuevas condiciones económicas internacionales.
El derrotero que siguió da una idea de la posible dinámica que hubiera tenido lugar en una Argentina gobernada por Daniel Scioli. A solo dos meses de haber asumido, detonó la alianza gobernante destituyendo al vicepresidente Jorge Glas, cercano a Correa. La medida, tomada en el marco de un discurso anticorrupción, fue aplaudida por el gran capital.
Dentro del progresismo que lo había empujado al poder se ganó el mote de “traidor”, epíteto que se usa con demasiada frecuencia y se olvida con otra aún mayor.

Shock de neoliberalismo

El pasado 1.° de octubre, en el marco de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, el gobierno de Lenín Moreno encaró un brutal ataque contra las grandes mayorías populares.
Por medio del Decreto 883 estableció el fin de los subsidios a los combustibles. En un país signado por la dolarización de la economía, la medida supone un durísimo ataque a las condiciones de vida de amplias capas de la población, golpeando de lleno sobre el precio del transporte y empujando el aumento de todos los productos básicos. Los transportistas y amplias capas de los campesinos están entre los principales afectados.
Sin embargo, los empresarios del transporte –que son quienes encendieron la mecha de las protestas el 1.° de octubre– levantaron el paro sectorial a los pocos días, tras negociar un aumento del pasaje, que pasará de 25 a 35 centavos de dólar. Desde ese momento el protagonismo de las protestas quedó centralmente en manos del movimiento indígena, agrupado en la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie).
A esa inyección de neoliberalismo puro se suma un paquete de medidas destinadas a profundizar un ajuste al servicio del gran capital. Allí hay que contabilizar un combo que incluye reforma tributaria y laboral.
En el marco de la primera, como señala Alejandro Olmos en una entrevista publicada en este suplemento, el gobierno condona alrededor de U$D 3.000 millones de deuda a petroleras, telefónicas, grandes exportadores e importadores. “Están condonando a los grandes grupos que manejan la economía del país”, señala el investigador. La magnitud de la cifra se hace evidente cuando se compara con el préstamo que el país negocia con el FMI: U$D 4.200 millones.
La reforma laboral supone medidas tan reaccionarias como reducir un 20 % el salario para todos los nuevos trabajadores, habilitar por un año la contratación a plazo fijo y achicar el período vacacional de los empleados públicos a la mitad. Propone, además, nuevos avances en materia de flexibilización de las condiciones de trabajo para el conjunto de los asalariados. Además, por medio de la reforma tributaria se les quitará un día de sueldo por mes a todos los empleados estatales.
Las medidas empujaron a la calle a cientos de miles de manifestantes. Las organizaciones sindicales que agrupan a sectores de la clase trabajadora y del campesinado se movilizaron masivamente, enfrentándose con las fuerzas represivas. Aunque la rebelión cuenta con la participación del conjunto de las masas, el protagonismo político y mediático ha caído sobre la Conaie.
La creciente radicalización se expresa también en el cuestionamiento a las instituciones del poder estatal. En localidades del interior del país, esto empujó a la toma de control en algunos territorios por parte del movimiento indígena, destituyendo a las autoridades y arrestando, incluso, a efectivos de las fuerzas represivas.
Sin embargo, esa dinámica choca con los límites impuestos por la cúpula de las organizaciones sindicales. Aunque en cada barricada se reclama la inmediata renuncia de Lenín Moreno, las conducciones de la Conaie, el FUT (Frente Unitario de Trabajadores) y del movimiento estudiantil vienen limitando las demandas al retiro del Decreto 883 y a la renuncia de los ministros de Defensa y de Gobierno. Además, plantean vagamente que se tiene que ir el FMI. En esa perspectiva, este sábado anunciaron que podrían sentarse a negociar con el gobierno una posible “revisión” del decreto.
¿El argumento? No hacerle el juego al ex presidente Rafael Correa. La realidad es, sin embargo, bastante distinta. El hombre que gobernó los destinos de Ecuador por una década solo pide la renuncia de Moreno. Correa exige adelantar elecciones en pos de desviar el levantamiento en curso hacia una salida electoral, que permita oxigenar al régimen para volver a la carga con más ajuste.
Hoy es imposible expulsar al FMI sin plantear la caída de Moreno, tal como se niega a levantar la Conaie. Eso tampoco puede ocurrir desviando el levantamiento hacia una salida electoral, como sostiene Correa. Ese fue el camino bajo el que se terminaron encauzando las rebeliones populares previas, que llevaron a la salida de Bucaram (1997), Mahuad (2000) y de Lucio Gutiérrez (2005). De hecho, el ascenso del mismo Correa fue producto del desvío de todo aquel proceso, cuando asumió en 2007.
La única forma de acabar con los planes del FMI es derrotando efectivamente a Moreno e imponiendo una salida independiente de los trabajadores, indígenas y el pueblo pobre. Cualquier otra perspectiva dará sobrevida al gobierno actual o allanará una vuelta de Correa. Para avanzar en ese camino es necesario comenzar por unificar a los sectores en lucha, superando a las direcciones burocráticas, para imponer mediante una huelga general política, y sobre las ruinas del actual régimen, una Asamblea Constituyente libre y soberana, que se proponga abordar todos los grandes problemas del país.
La lucha por una asamblea de estas características, sostenida y defendida por la movilización organizada de las masas, puede permitir que el movimiento avance en la convicción de que solo un gobierno de los trabajadores, el pueblo pobre y las naciones indígena-campesinas podrá establecer una salida definitiva a los males que aquejan al pueblo ecuatoriano.

Dependencia enraizada

El politólogo argentino Andrés Malamud sentenció alguna vez que “después de tanto debate sobre progresismo y populismo, los padres de la voluntad política resultaron ser la soja y el petróleo. Pero la madre es China” [1].
Ecuador, como el conjunto de América Latina, sufre las consecuencias de un enorme atraso económico y del lugar subordinado que ocupa en la división mundial del trabajo. Con una estructura notoriamente primarizada, el balance de su economía depende de las exportaciones de petróleo crudo, minerales, plátanos y bananos, camarones y flores naturales, entre otros productos [2].
Ese atraso y dependencia tiene su expresión más cruda en la dolarización de la economía, adoptada en enero del año 2000, bajo la gestión de Mahuad. La medida, sostenida a lo largo de dos décadas por todos los gobiernos, implica una restricción severa de la soberanía nacional, al tiempo que impone enormes tensiones estructurales.
Durante la década en la que Correa dirigió los destinos de Ecuador esta estructura se sostuvo. El breve período transcurrido entre 2007 y 2010 constituyó una suerte de “momento dorado” de su gestión. Fueron años signados por el llamado a una Asamblea Constituyente y por la auditoría y renegociación de la deuda externa.
Sin embargo, acompañando el destino de sus pares progresistas de América Latina, el momento de un giro hacia el ajuste llegó pronto. La vuelta al endeudamiento externo se combinó con medidas destinadas a favorecer el negocio petrolero y la minería. El extractivismo se ratificó como política de Estado y se convirtió en uno de los puntos de ruptura entre el correísmo y las direcciones indígenas.
En esa dinámica, el entonces presidente se abalanzó, tijera en mano, sobre las condiciones de vida de la clase trabajadora. Lo hizo limitando el derecho a la sindicalización, flexibilizando las condiciones laborales y, particularmente, atacando a los empleados públicos, lo que incluyó miles de despidos [3]. El período correísta estuvo muy lejos de revertir la herencia de precarización construida en el país durante los años ’90.
Aquel ciclo tampoco cuestionó la concentración de la tierra. Un estudio publicado por la Secretaria Nacional de Planificación (Senplades) a fines de 2014 señalaba que “en el país aún existe un modelo de desarrollo agropecuario excluyente para el campesinado y acaparador de la tierra cultivable; la pequeña y mediana agricultura representan el 84,5% de las UPAs [Unidades Productivas Agropecuarias, NdR] y controlan el 20% de la superficie de tierra, mientras que la agricultura empresarial representa el 15% de las UPAs y concentra el 80% del suelo cultivable” [4].
Mirada de conjunto, la llamada Revolución Ciudadana perpetuó los problemas estructurales que hacen al atraso de Ecuador. Al mismo tiempo sostuvo y profundizó la extendida precariedad laboral de la clase obrera.
El último período de Correa estuvo signado por el enfrentamiento con sectores del movimiento obrero y el campesinado, como resultado de sus políticas de ajuste. Salvando una multiplicidad de diferencias, el correísmo operó como el PT en Brasil en el segundo mandato de Dilma Rousseff, o como el kirchnerismo en la Argentina de 2012-2015. Esa dinámica fortaleció a las fracciones políticas orgánicamente ligadas al gran capital y al imperialismo, abriendo el camino para que alcanzaran el poder.
La elección del “mal menor” volvió a ser, una vez más, el camino directo hacia males mayores. La izquierda reformista latinoamericana le abrió la puerta a la derecha de los Bolsonaro, Macri y Lenín Moreno.
Recordemos que Michel Temer, artífice del golpe contra Rousseff, era su vicepresidente y parte de la coalición del gobierno del PT. En Argentina, Scioli fue el candidato propuesto por el kirchnerismo para cumplir el papel del Moreno local. Durante estos años dejó claro su aval a múltiples medidas de ajuste implementadas por Macri. Lejos estuvo de ser el único político peronista en hacerlo.

Los límites al ajuste

Lenin Moreno se estrelló contra dos elementos que recorrieron, en mayor o menor medida, a todos los proyectos de la llamada “nueva derecha” regional. En primer lugar la crisis –que va mucho más allá de Ecuador– de la hegemonía neoliberal y de la llamada “globalización”. A eso hay sumar una situación económica gravosa, con tendencias hacia una recesión global, cruzada por la guerra comercial entre Estados Unidos y China, que afecta tanto al financiamiento como las exportaciones de los países dependientes de la región.
En segundo lugar, y con diferencias según el país, debieron lidiar con la relación de fuerzas continental y un movimiento de masas que no ha recibido derrotas significativas. Una relación de fuerzas que ha impedido a la derecha imponer fácilmente el conjunto sus planes de ajuste. La inestabilidad política de esos “experimentos” –como llamó el periodista Carlos Pagni a Cambiemos– debe buscarse también en esa resistencia.
La dura derrota electoral sufrida por Macri en agosto pasado, las tensiones que recorren al gobierno de Bolsonaro en su primer año o la imposibilidad de imponer la salida golpista en Venezuela, son solo algunas de las evidencias de esos límites políticos y sociales más profundos. En esa inestabilidad –ligada a la relación de fuerzas más general– hay que contabilizar también la caída del gobernador puertorriqueño Ricardo Rosselló por la movilización de masas –ocurrida en agosto pasado–; la crisis que asola por estas horas a Perú; o las violentas movilizaciones callejeras en Haití que también tienen un trasfondo de ajuste y miseria como consecuencia de los planes del FMI.
La respuesta en las calles al ajuste de Lenín Moreno viene a ratificar que en la situación latinoamericana lo único estable es la inestabilidad.

Los contornos de la Patria Grande

En la presentación de un libro publicado recientemente, Massimo Modonesi sostiene que “la América Latina de inicio del siglo XXI fue caracterizada por la irrupción un antineoliberalismo desde abajo que derivó en proyecto progresista implementado desde arriba, que se proclamó posneoliberal, fue cuestionado por sus rasgos populistas y terminó siendo acorralado por una combinación de protestas surgidas a su izquierda y por la reacción restauradora de las derechas neoliberales de matriz oligárquica” [5].
A trazo grueso se puede suscribir la afirmación. Lejos del relato progresista construido por años, el ciclo neoliberal fue cuestionado en las calles por la movilización popular. En esa tarea, el pueblo ecuatoriano supo ser vanguardia derribando a tres presidentes. En el historial de aquel período hay que incluir las caídas revolucionarias de Fernando De la Rúa en Argentina (diciembre de 2001), Gonzalo Sánchez de Lozada (2003) y Carlos Mesa (2005), ambos en Bolivia.
Los gobiernos posneoliberales se limitaron a tomar el guante de la relación de fuerzas dejadas por aquellas rebeliones y administrar sus Estados en el contexto de un ciclo mundial más que favorable para las commodities. Lejos de revertir el atraso latinoamericano, los voceros de la “Patria Grande” profundizaron la primarización de las economías y la dependencia del mercado mundial. A pesar de los discursos pomposos, los limitados procesos distributivos se dieron en el marco de un sagrado respeto al poder del gran capital local e imperialista.
Como a inicios de siglo, el fuego que arde en las barricadas de Quito ilumina el continente. La lucha de clases, eterno motor de la historia, se vuelve a encender. Los elencos gobernantes de cada nación pueden tomar nota: los ejemplos recientes indican que, cuando ya no hay lugar para concesiones y se pretenden aplicar los planes de ajuste del FMI sin anestesia, la resistencia en las calles se hace presente.
Cuatro mil kilómetros al sur, cabe preguntarse si Alberto Fernández no debería mirarse en el espejo de Lenín Moreno. Las vagas promesas del candidato presidencial peronista de “encender la economía” y “volver a levantar al país” chocan con los determinantes que imponen al país la tutela del FMI y el masivo endeudamiento. La publicidad de la “dura negociación” culminó hace semanas. Por estas horas se propone una salida “a la uruguaya” que implica pagar hasta el último centavo del último dólar. Los grandes especuladores miran, sonríen y empiezan a aplaudir.
Yendo un paso más allá en el mismo camino, hace pocos días Sergio Massa se allanó al discurso imperialista en Washington, señalando que en Venezuela “hay una dictadura”. La declaración tenía lugar mientras el gobierno de Lenín Moreno acusabar falsamente a Nicolás Maduro de estar detrás de las movilizaciones.
Los levantamientos populares que marcaron el inicio del siglo tuvieron un límite. Diluida en la marea popular, la clase trabajadora no pudo imponer su impronta y un programa propio que diera salida a la crisis poniendo en jaque el poder capitalista. Kirchnerismo, correísmo, chavismo o lulismo fueron algunos de los resultantes de esa impotencia. Reconstruyendo la institucionalidad capitalista y pasivizando la movilización de masas, los gobiernos posneoliberales se convirtieron en un largo rodeo para que la derecha volviera a ocupar el centro político y el poder.
Un destino independiente para América Latina está ligado, indefectiblemente, a que la clase trabajadora construya sus propias organizaciones independientes, y levantando un programa anticapitalista, antiimperialista y socialista, logre agrupar a los pobres de la ciudad y del campo, a los pueblos originarios y al conjunto de los oprimidos y oprimidas del continente, en la perspectiva de la conquista revolucionaria del poder.

Juan Andrés Gallardo
Eduardo Castilla

Notas

[1] Por qué retrocede la izquierda, Capital Intelectual, p. 55.
[2] Evidenciando el peso de las exportaciones petroleras, un informe del Ministerio De Producción, Comercio Exterior, Inversiones y Pesca señala que “al mes de diciembre de 2018, la balanza comercial total registró un déficit de USD 264 millones. La balanza no petrolera mostró un déficit de USD 4.751 millones”. En el mismo informe se indica que el 77 % de los productos exportados son bienes primarios.
[3] "Según Cano y Buitrón (2012), en el periodo que va del 2008 al 2011, en el sector público hay 68 instituciones públicas que han separado a 12.077 trabajadores por distintas razones: jubilación 321; retiros obligatorios por más de 70 años 653, supresión de partidas 3.999; terminación laboral 1.375; sumarios administrativos 0; vistos buenos 580; despidos
intempestivos 4.512; y destituidos 637". Citado en Situación, estrategia y contexto de los sindicatos en el Ecuador, en http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/becas/20150407122930/VFSindicatosEcuador.pdf.
[4] Citado en problemáticas de la tierra en el Ecuador, Esteban Daza Cevallos, en https://lalineadefuego.info/2015/06/23/problematicas-de-la-tierra-en-el-ecuador-por-esteban-daza-cevallos/.
[5] Los gobiernos progresistas latinoamericanos del siglo XXI. Ensayos de interpretación histórica, UNAM, p. 9.

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