martes, 25 de junio de 2019

Raúl Roa García: Un canciller de armas tomar




Antológica es su oratoria en aquellas épicas batallas verbales en la ONU y la OEA

Ya desde agosto de 1959, el Departamento de Estado de la administración Eisenhower buscaba, con la complicidad de algunos gobiernos del área, en las reuniones de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de Estados Americanos (OEA), la creación y perfeccionamiento de herramientas que serían claves en la aplicación de directrices contra Cuba en el seno de esa organización regional.
El recién entonces estrenado canciller cubano, Raúl Roa, alertaba por aquellos días a la opinión pública internacional: “El Gobierno de Cuba está convencido que todas esas acusaciones lo que pretenden es crearle a Cuba un ambiente internacional hostil, y organizar en Cuba una conjura internacional de tipo intervencionista, a los efectos de interferir, obstaculizar o malograr el desarrollo de la Revolución Cubana”.
Las palabras de Roa fueron proféticas. En la VII Reunión de Consulta, celebrada del 22 al 29 de agosto de 1960 en San José, Costa Rica, se adoptó una Declaración que en sus párrafos operativos 4 y 5 señalaba: “El Sistema Interamericano es incompatible con toda forma de totalitarismo y que la democracia solo logrará la plenitud de sus objetivos en el continente cuando todas las repúblicas americanas ajusten su conducta a los principios enunciados en la Declaración de Santiago de Chile y todos los Estados miembros de la Organización regional tienen la obligación de someterse a la disciplina del sistema interamericano, voluntaria y libremente convenida y que la más firme garantía de su independencia política proviene de la obediencia a las disposiciones de la Carta de la Organización de Estados Americanos”. De esta forma se establecían las condiciones necesarias, conforme a los términos yanquis, para imponer la exclusión del Gobierno cubano.
Convencido que en esa sesión de la OEA las denuncias de Cuba ante la inminente agresión de mercenarios pagados por la CIA nunca encontrarían eco, pidió la palabra para una cuestión de orden y anunció la retirada de su delegación: “Me voy con mi pueblo y con mi pueblo se van también los pueblos de nuestra América”.
Oscar Pino Santos rememoraría años después: “Con Roa nos levantamos todos (los de la delegación cubana) y salimos… afuera había una multitud que gritaba: Cuba sí, yanquis, no. Y nos pusimos a cantar el Himno Nacional”. De ahí fueron a un restaurante, en la capital costarricense. Según testimonio del periodista y narrador deportivo Eddy Martin, “nos sentamos a comer y le dicen a Roa que Mario Ramírez, un periodista costarricense insistía en pasar. Lo manda a buscar y entra con equipos, trasmisores. Saca un micrófono y empieza a hablar: ‘Estamos en la Casa Italia con el Canciller de la Dignidad, que acaba de retirarse de la reunión de la OEA…’”.
A partir de entonces, con ese nombre lo conocerían en todo el orbe, desde Montevideo y Santiago de Chile, hasta El Cairo y Argel, en los barrios negros y latinos de Nueva York, en su Habana, cuando retornaba triunfal a la patria tras cumplir exitosamente con la defensa de Cuba en organismos internacionales.

Cuando le llamaban El Flaco

Al principio, en su adolescencia y juventud, era solo Raulito. O simplemente Roa. Según el autorretrato que ofreciera en entrevista concedida en 1968, “era larguirucho, flaco, intranquilo, boquigrande, orejudo, ojillos soñadores con relumbres de ardilla, a veces melancólico, jocundo casi siempre, lenguaraz a toda hora y más peludo que un hippie aunque ya antihippie por naturaleza”.
Quienes le conocieron, recordaban sus “mataperrerías” de barrio, siempre empinando papalotes, jugando a la quimbumbia, arañando las polvorientas calles con los patines o la bicicleta. Era un apasionado a la pelota y maestro en recoger short-bounds (tiros cortos) en primera base. Lector desenfrenado de Salgari, Julio Verne, Fenimore Cooper, Daniel de Foe, soñaba ser un mosquetero del Rey o un protector de huérfanas como Enrique de Lagardere, un ladrón de manos de seda al estilo de Raffles o un omnipotente Fantomas.
Fue muy buen estudiante. En 1926, entró en la Universidad. Era más hueso que carne y por eso le decían El Flaco. Ya desde entonces dominaba
en las asambleas a la audiencia con su oratoria. “Era el más greñudo de todos los greñudos, el más malhablado de todos los insolentes y el más ingenioso de todos los hidalgos”, solía decir su amiga de entonces, la escritora Loló de la Torriente.
Miembro fundador del Directorio Estudiantil Universitario (DEU) de 1930, Roa escribió el manifiesto distribuido en la jornada revolucionaria del 30 de septiembre de ese año, de la que fue uno de sus organizadores y protagonistas. Por divergencias ideológicas con el DEU se separó de este y fundó con Gabriel Barceló, Pablo de la Torriente y otros el Ala Izquierda Estudiantil (AIE), de posiciones muy cercanas al primer Partido Comunista. Entre 1931 y 1933 sufrió cárcel dos veces y Machado lo internó en el tenebroso Presidio Modelo.

El profesor universitario

A la caída de la tiranía machadista, formó parte de la depuración de profesores y alumnos de la Universidad de La Habana. Mantuvo una posición crítica contra el Gobierno de los 100 días, pero fue de los pocos que supo diferenciar el nacionalismo revolucionario de Guiteras del demagógico reformismo de Grau. Se graduó en 1935 de doctor en Derecho y publicó Bufa subversiva, recopilación de sus trabajos más significativos hasta la fecha. Por su participación en la huelga de marzo de 1935, durante el régimen Caffery-Batista-Mendieta, tuvo que exiliarse. En 1940, obtuvo por oposición la cátedra de Historia de las Doctrinas Sociales en la Universidad de La Habana.
Opuesto al bonche y al pandillerismo universitario de la época, esgrimió el verbo para vapulear a la indolente FEU de aquellos tiempos. En 1949 apareció el primer tomo de su Historia de las Doctrinas Sociales, al que sucedieron otros dos títulos que recopilan sus trabajos periodísticos, ensayos y polémicas: Quince años después (1950) y Viento Sur (1953). Director de Cultura del Ministerio de Educación desde 1949, financió la publicación de importantes libros, subvencionó al Ballet de Alicia Alonso, echó a andar un movimiento de puestas teatrales, salones de plástica y humorismo.
Ante el golpe de Estado batistiano del 10 de marzo de 1952, integró la Triple A, dirigida por Aureliano Sánchez Arango, la cual aparentaba enfrentarse a la tiranía mediante la lucha armada. Cuando se percató de que el sátrapa dominicano financiaba la organización, se separó de ella. Luego se incorporó a la Resistencia Cívica, muy vinculada al Movimiento 26 de Julio.

El canciller

La Revolución en el poder necesitaba de una diplomacia de nuevo tipo, que en las confrontaciones internacionales se inspirara en el espíritu guerrillero de la gesta de la Sierra Maestra. No es de extrañar que apenas unos días después del triunfo se designara a Roa embajador en la Organización de Estados Americanos (OEA).
En su presentación como representante de la mayor de las Antillas, después de dejar claro “la profunda desconfianza del pueblo cubano” en la Organización, advirtió: “A la diplomacia de la Revolución Cubana corresponden deberes y responsabilidades congruentes con su naturaleza democrática, proyección continental y trascendencia universal”.
Ante las insuficiencias del primer canciller del Gobierno Revolucionario, se le encomendó a Roa sustituirlo como ministro el 11 de junio de 1959. Fidel tuvo en él a un intérprete idóneo de sus concepciones sobre la diplomacia revolucionaria. Y llevó la Revolución al Ministerio de Estado, que pronto cambiaría su nombre por el de Relaciones Exteriores.
A los antiguos funcionarios, sin vinculación con la tiranía, les fueron respetados sus puestos. Ellos ayudarían al nuevo canciller a adiestrar a toda la savia joven que en oleada inundó el Ministerio. A los jóvenes les advirtió de la necesidad de aprender de los veteranos, cuyas experiencias y conocimientos eran invaluables.
Como ministro, Roa estaba pendiente del chofer que no cobraba por insuficiencias burocráticas, de la trabajadora ingresada en un hospital, de las medicinas que requería alguien o la nieta de alguien.
Su sentido del humor le granjeaba la simpatía de todos y generó una serie de fabulaciones y leyendas no siempre exactas. Se cuenta que a un embajador foráneo que no cuidaba el protocolo en el vestir, lo recibió en camiseta y le espetó: “La próxima vez que usted venga en mangas de camisa, lo recibiré en calzoncillos”. Mientras se dirigía a los movilizados en un campamento agrícola, cayó un mango cerca de él. “Ese es mío, que yo lo vi primero”, dijo. En una reunión interparlamentaria, ante un diplomático yanqui que exigía con apuro que se le concediese hablar, apuntó: “Tiene la palabra el delegado de Estados Unidos, pero sin guapería”.
Antológica es su oratoria en aquella épica batalla verbal en la ONU, durante los días de Girón, contra la diplomacia yanqui, encabezada por Adlai Stevenson, a quien literalmente vapuleó. Roa refutó todas las mentiras estadounidenses, demostró fehacientemente que la invasión mercenaria había sido organizada y entrenada por la CIA, con la complicidad de los gobiernos títeres de Centroamérica. Hizo justicia, en esa batalla y las demás que librara en el escenario internacional, al apelativo que los pueblos de nuestra América y el mundo ya le daban: Canciller de la Dignidad.

Pedro Antonio García
Bohemia

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