domingo, 6 de septiembre de 2020

La veleta




Cuando era niño –11 o 12 años—vi esa veleta en una tienda de la calle San José (que en realidad se llama San Martín), cerca de mi casa. Yo siempre había visto las veletas donde iban: encima de los molinos de viento, halando agua, nunca así de cerca, mucho menos en la vitrina de una tienda, así que me llamó mucho la atención.
Como era el camino que seguía para ir a la biblioteca del Capitolio, veía a menudo la veleta. Un día me animé y pregunté al dependiente su precio. No recuerdo bien lo que costaba –era de aluminio—, creo que 15 o 20 pesos, por lo que estuve algún tiempo reuniendo monedas. Me privé, eso sí lo recuerdo, de unos cuantos cines y algún que otro helado. El día que reuní la cantidad fui a la tienda saltando y la compré. No es que estuviera pensando en cavar un pozo; sencillamente me gustaba la veleta, un curioso artefacto que los vientos movían allá arriba, y me dio por tenerla.
Por entonces vivía en la calle Gervasio, entre Zanja y San José. Allí transcurrió mi adolescencia. Eran los primeros años de la Revolución. Entré al bachillerato, me hice miliciano, me fui a alfabetizar, hice de dependiente en un bar, fui aprendiz de dibujante en el semanario Mella, y después pasé mi servicio militar obligatorio, donde empecé a tocar la guitarra. Viviendo todavía allí, en la frontera de tres barrios habaneros –San Leopoldo, Cayo Hueso y Dragones—, llegó 1967 y me tocó desmovilizarme. Como es sabido, al día siguiente empecé en la televisión.
Un año más tarde me fui a vivir para 23 y 24, en El Vedado, y en mi brevísimo equipaje iba la veleta. La puse en un rincón, como había estado siempre. La verdad es que nunca le hice mucho caso, pero fue una presencia que se me hizo familiar, que me gustaba ver aunque fuera fugazmente, cuando de pronto aparecía.
Viviendo en aquel apartamento compuse muchas canciones, me fui a pescar a África, fui y volví 2 veces a la guerra de Angola, y visité unos cuantos países, todo gracias a mi oficio. Dieciocho años después me mudé más oeste, buscando los árboles y los pájaros que me faltaban desde niño (por no mentar al río). Entre mis libros y cintas estaba mi vieja veleta, siempre con su vaquita, sin destacarse mucho, en el fondo de una caja en la que iban más libros y más cintas.
Los tres lustros que pasé en la Asamblea Nacional, estuvo conmigo la veleta. Empecé el proyecto de los estudios de grabación –y los terminé— con la casi imperceptible pero incesante compañía de la veleta; hice las giras por prisiones con su presencia ocasional; viajé medio mundo y en el año 2000 volví a mudarme. Un día Carmen Cantillo me preguntó para qué quería aquel tareco y me encogí de hombros.
En su discreto rincón esa veleta me acompañó cuando nació cada uno de mis hijos, cuando compuse todas mis canciones, cuando me enamoré, cuando soñaba, cuando venían amigos o se iban. Todos mis perros nacieron y murieron estando ella conmigo. El proyecto Ojalá, mis compañeros de trabajo, la gira por los barrios, el día que Fidel nos hizo la visita.
Hace unos días, por descuido, fue echada a la basura. La mañana siguiente, cuando nos dimos cuenta, corrimos a abrir todos los latones de la calle, pero el camión pasó temprano.
Ojalá alguien la encuentre y la guarde.

Silvio Rodríguez
Segunda Cita (Blog)

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