sábado, 29 de mayo de 2010

Carlos Marx y José Martí



“…Karl Marx es llamado el héroe más noble y el pensador más poderoso del mundo del trabajo”. José Martí (La Nación, Buenos Aires, 13 de mayo de 1883)

Este cinco de mayo se cumplen ciento noventa y dos años del natalicio de quien sería considerado, con razón, el creador de la teoría científica del proletariado: Carlos Marx, que vino al mundo en Tréveris, en 1818. Once días más tarde, conmemoraremos el 115 aniversario de la caída en combate en Dos Ríos, de aquel a quien llamamos, también con razón, el Apóstol de nuestra Independencia: José Martí.
No hablaremos en este breve espacio de lo que han significado desde entonces hasta nuestros días los estudios de Marx respecto a las relaciones sociales entre los hombres y su descubrimiento de la ley del desarrollo de la historia humana: “el hecho, tan sencillo, -nos dice Federico Engels- pero oculto hasta él bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o de una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo”. Hablaremos, solamente, de la opinión que le mereció el Prometeo de Tréveris a nuestro Apóstol.
Cuando el 13 de mayo de 1883 José Martí reseña en su correspondencia para el diario La Nación, de Buenos Aires, uno de los homenajes con que la clase obrera de los Estados Unidos honra la memoria de Carlos Marx, quien había dejado de existir el 14 de marzo anterior, en Highgate, Londres, a las 2:45 de la tarde, escribe: “Ved esta sala: la preside, rodeado de hojas verdes, el retrato de aquel reformador ardiente, reunidor de hombres de diversos pueblos, y organizador incansable y pujante. La Internacional fue su obra: vienen a honrarlo hombres de todas la naciones”.
Si tenemos en cuenta la pasión martiana por la justicia, “ese sol del mundo moral” que había aprendido a querer y a respetar en las enseñanzas de su maestro Mendive que tan directamente las había tomado de Don José de la Luz, entenderemos entonces la admiración con que escribe el cubano, que recién ha cumplido su tercer año de residencia en la nación norteamericana, sobre aquel gigante del pensamiento, cuyo retrato -según testimonio de un testigo presencial que ha tratado de ser desvirtuado desde mediados del siglo pasado, seguramente por razones políticas y mezquindad ideológica- junto al de otras cuatro cumbres del género humano, adornaría luego la paredes de su humilde oficina de 120 From Street, en Nueva York.
Se entenderá el rechazo natural que un poeta, un humanista como Martí, podrá sentir por las luchas violentas y el enfrentamiento entre los hombres, de lo cual nos había dejado ya testimonio al abordar el asunto de la rebelión encabezada por el general Porfirio Díaz, que derrocó al gobierno constitucional en México, y sobre lo que escribirá con tristeza: “Otra vez los pensamientos de los hombres caerán bajo los cascos de los caballos”. Si a ello le sumamos los métodos violentos de la manifestación más visible del ideal socialista en los Estados Unidos de esa época, el anarquismo, traído en los espíritus esquilmados de los inmigrantes europeos no acostumbrados, en la oscuridad de las monarquías, al ejercicio republicano que aún existía en la nación del norte, y promovido entre los trabajadores norteamericanos a partir de malas traducciones, sin acceso la mayoría de ellos a los idiomas originales en que habían sido escritos los textos fundamentales de aquella ideología, lo cual llevará a Martí años después a hablar de “las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas”, comprenderemos por qué, entre uno y otro elogio, habla del espanto que le produce “la tarea echar a los hombres sobre los hombres”.
Son los mismos escrúpulos, venidos de su raigal humanismo, que lo llevarían años más tarde, obligado por las circunstancias, a organizar la que llamó “guerra necesaria”, que consistía también en echar a unos hombres, los buenos, sobre otros hombres, los malos, fueran españoles o cubanos, aún cuando sinceramente exigiera, tanto en sus discursos políticos, en el aluvión de cartas, como en sus circulares militares, que se hiciera “una guerra sin odio”.
De aquel que en sus análisis sobre las políticas migratorias europeas se había fijado brevemente en la injusticia que contra el general cubano José Maceo habían cometido las autoridades de Gibraltar, devolviéndolo a las prisiones españolas; del que bajo su techo había acogido como a hijo a un cubano notable: Pablo Lafargue, -hijo de Santiago de Cuba, hoy casi desconocido y sobre el que se ha publicado en Cuba no hace mucho una excelente obra- esposo de una de sus hijas, nos dirá Martí en sus Cartas a La Nación: “Karl Marx estudió los modos de asentar al mundo sobre nuevas bases, y despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos”. Y trazará con su pluma centelleante el cuadro magnífico del hombre imperfecto y sublime “que no fue sólo movedor titánico de las cóleras de los trabajadores europeos, sino veedor profundo en la razón de las miserias humanas, y en los destinos de los hombres, y hombre comido del ansia de hacer bien. El veía en todo lo que en sí propio llevaba: rebeldía, camino a lo alto, lucha”.

Carlos Rodríguez Almaguer

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