“El Juego del calamar” se ha convertido en el nuevo éxito de Netflix en todo el mundo, gracias a que logra escenificar la crudeza de la vida bajo el capitalismo y la dinámica de una sociedad putrefacta, tensando al límite y reuniendo en un mismo lugar todos sus antagonismos y contradicciones.
Del director surcoreano Hwang Dong-hyuk, la serie es protagonizada en su país y relata la historia de un grupo de personas endeudadas y llevadas al límite que aceptan participar de una serie de juegos de la infancia -seis en total-, cuyo ganador se hará acreedor de un premio millonario para saldar sus deudas y empezar de cero. La primera salvedad es que la competencia es a muerte y que solo podrán retirarse si la mayoría accede a hacerlo.
La ficción del libre albedrío
El juego se basa en la premisa de que los participantes (delincuentes, estafadores, apostadores, personas en la ruina, enfermos terminales, caídos en desgracia, etc.) han aceptado voluntariamente su ingreso al juego, pero se trata de una ficción. Los propios acontecimientos demuestran, más temprano que tarde, que no existe libertad cuando pesa sobre uno su supervivencia material.
En este punto, la selección de participantes no deja de ser una muestra de la población lumpenizada, y desplazada de toda “oportunidad”, bajo el régimen social capitalista. Comenzando por el propio protagonista, cuya desgracia personal se inicia tras ser despedido de una importante fábrica y haber protagonizado una huelga derrotada. Sin acceso al trabajo, a la medicina, al crédito, ni oportunidades de ningún tipo, este sustrato representa a la población marginada, proyectando las consecuencias de un “juego social” que se practica a diario.
La libertad se presenta como en la sociedad actual, ocultando la compulsa material de la realidad subyacente: la pobreza, la exclusión social y las necesidades económicas más elementales, insatisfechas e inalcanzables para la población.
Iguales pero no tanto
Otro aspecto que destaca la serie es que la selección de los juegos, por su simpleza y referencia a la infancia, y por su desconocimiento hasta iniciado cada uno de ellos, colocaría a los participantes en un plano de igualdad real ante el resto. Pero el juego demuestra todo lo contrario: la igualdad aparente esconde la desigualdad subyacente… otra vez.
La serie resalta estas asimetrías en las dinámicas de los participantes, que se agruparán para su éxito bajo criterios sexistas, de fuerza, vitalidad, cultura y liderazgo. Nadie parte del mismo lugar, ni por aptitudes físicas ni por conocimientos previos, lo que quedará de manifiesto en los recursos y artimañas aplicados por y a cada participante. Algo que también expone la exclusión social y la posición desventajosa de miles de millones de personas en la actualidad.
La farsa de la igualdad se expresa también en la frustración de una supuesta igualdad de oportunidades, típica de la sociedad capitalista: la idea de que todos podemos arribar a buen puerto, si se dan las condiciones. Los participantes son rehenes recurrentes de esta ficción: a sabiendas que solo uno de ellos podrá salir con vida, no dejan de tropezar con la idea de compartir el botín con sus compañeros o de idear un futuro fuera del juego.
En este punto, la competencia (¿social?) romperá con todos los vínculos, relaciones y compromisos sociales: familia, amistades, amores, afinidades, etc. En el camino al “éxito” económico uno debe despojarse de su propia alma.
Descomposición social
Los juegos aparecen instrumentados por unos operarios que esconden su identidad tras unas máscaras, con símbolos impresos (círculos, triángulos y cuadrados) que identifican sus labores: trabajadores, militares y líderes. Algo que sirve para identificar, primariamente, la esencia del Estado. Detrás de ellos se esconde una estructura al servicio de grandes capitalistas que financian la “competencia” y realizan sus apuestas para su ocio y disfrute.
Esta estructura será la encargada de “limpiar” a los derrotados, con escenas crudas y propias del cine gore. También son quienes posarán impávidos ante hechos y circunstancias inducidos por los organizadores, que llevarán a acelerar los términos del juego. La mayor parte de estos hechos son achacados a los participantes ante la omisión de acción de las autoridades, tras lo que se oculta una clara responsabilidad del “Estado”… como en la vida real.
“Pensé que el juego era una metáfora perfecta de nuestra sociedad altamente competitiva”, manifestó Hwang Dong-hyuk, quien se basó en cómics japoneses, como “Battle Royale”, “As the Gods Will” o “Alice in Borderland”, para desarrollar su historia, la cual fue enfriada durante más de 10 años y producida ahora por Netflix.
En su conjunto, “El juego del calamar” es una metáfora cruda de la sociedad capitalista, donde los unos y los otros son obligados a competir, con o sin escrúpulos, en desigualdad manifiesta, con la esperanza de obtener la redención, y donde los “victoriosos” no llegarán exentos de responsabilidad.
Marcelo Mache
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