Los últimos habitantes de Cuba que lograron cultivar las cantidades que necesitaban para consumir fueron los aborígenes. Desde entonces hasta hoy, los cubanos han dependido en mayor o menor medida de las importaciones de alimentos para satisfacer una demanda que ha ido, lógicamente, in crescendo.
No lo digo yo, que apenas he sembrado caña y bejucos de boniato en las ya extintas escuelas al campo; lo dicen los expertos, que han analizado cuanta estadística se ha recogido en esta Isla desde los tiempos de la Colonia, solo para confirmar lo que todos hemos sabido siempre: ni en tiempos de vacas flacas, ni en tiempos de vacas gordas Cuba ha conseguido autoabastecerse.
En épocas de dominación extranjera el dato era irrelevante, sujeto como estaba el país a políticas macroeconómicas que la sobrepasaban; pero que en 58 años de soberanía política no se haya conseguido la tan ansiada soberanía alimentaria es ciertamente preocupante.
“Estar colgando de un hilo”, así ha calificado el fenómeno de la dependencia externa la doctora en Agroecología Leidy Casimiro Rodríguez, quien ha indagado no solo en la bibliografía, sino sobre todo en las prácticas cotidianas de una amplia muestra de campesinos cubanos con el propósito de establecer las bases metodológicas para la resiliencia socioecológica de fincas familiares. En otras palabras: cómo los guajiros pueden sobreponerse a la influencia, casi siempre nociva, de los factores externos.
“El desarrollo económico del país depende en alta medida de una mayor producción local de alimentos —sostiene la experta—. Las importaciones de alimentos ascienden anualmente a valores que rondan los 2 000 millones de dólares, una gran parte destinados a la asignación racionada que el Estado distribuye a la población y al consumo social en escuelas, hospitales, círculos infantiles y hogares de ancianos.
“Cada año se incurre en un gasto mayor para la misma cantidad de alimentos, debido al alza de los precios en el mercado internacional y al costo de los fletes, ambos relacionados directamente con el aumento del precio de los combustibles fósiles. Este crecimiento sistemático de importaciones ejerce resultados negativos en el balance de pagos debido a las deficiencias en la oferta doméstica”.
Una oferta doméstica de alimentos que, desde finales de la década de 1980, no ha levantado cabeza como se suponía. De hecho, el sector agropecuario cubano es el de más baja productividad, pues aporta menos del 10 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) y emplea a más del 20 por ciento de la población económicamente activa, según un artículo publicado en 2014 por el Centro de Estudios de la Educación Superior.
Todo ello se agrava si se tiene en cuenta una reciente investigación que prueba que, en la estructura de gastos de una familia cubana, entre el 70 y el 75 por ciento se destina a la adquisición de alimentos, una cifra que le pone a cualquiera los bolsillos de punta.
Cuba cuenta con un área de tierras agrícolas de 6 619 500 hectáreas, lo que representa más del 60 por ciento del total del área del país, si tomamos como ciertos los datos publicados por la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI) en 2015.
Sin embargo, la cultura agropecuaria nacional se ha caracterizado por una estructura social agraria en la que ha prevalecido como fuerza productiva el obrero agrícola y no el campesino, el monocultivo, la dependencia de mercados de exportación, la sobreexplotación de los recursos naturales y la importación de alimentos, al decir de Leidy Casimiro en su tesis de opción al grado de Doctora en Ciencias.
Baste para probarlo un ejemplo rotundo: en los llamados años de “mayor desarrollo” en la agricultura cubana, en las décadas del 70 y 80 del pasado siglo, cuando existía una infraestructura de primera en maquinaria agrícola y paquetes tecnológicos, sistemas de riego, disponibilidad y empleo anual de 17 000 toneladas de herbicidas y pesticidas y 1,3 millones de toneladas de fertilizantes químicos; cuando se importaba el 82 por ciento de los plaguicidas, el 48 por ciento de los fertilizantes y más de 600 000 toneladas de concentrados alimenticios para la ganadería; incluso con semejante inyección en vena de recursos para fomentar la agricultura, el 57 por ciento de los alimentos necesarios para el abastecimiento de la población eran importados. Hoy esta cifra ronda el 70 por ciento.
Desde entonces, se incrementó la dependencia externa de alimentos y se agudizaron los impactos negativos sobre los suelos, la biodiversidad, la deforestación extensiva, además de los altos costos de producción, bajos niveles de autosuficiencia, el desplazamiento y la pérdida de valores y tradiciones vinculadas a la vida en el campo y a la producción de alimentos, según ha señalado sistemáticamente el profesor Fernando Rafael Funes Monzote, doctor en Producción Ecológica y Conservación de los Recursos y Máster en Agroecología y Desarrollo Rural Sustentable.
Especialmente nociva para la sustentabilidad alimentaria resulta la degradación de los suelos, un mal que afecta a más del 75 por ciento de la tierra cultivable en Cuba.
A este panorama se suma el tan llevado y traído cambio climático, que ha provocado un aumento ostensible de la temperatura, disminución de las lluvias y, por ende, el aumento exponencial de ese fenómeno extremo que es la sequía.
El propio Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (Citma) ha alertado sobre la desertificación que aqueja al 14 por ciento del país y la salinización que viene minando aproximadamente un millón de hectáreas, ingredientes naturales que, unido a la frecuencia con que embisten a la Isla los huracanes, configura un escenario inestable en materia agropecuaria.
“Cosechamos con el credo en la boca”, comenta Eduardo Martínez, un campesino espirituano que no está muy enterado de investigaciones científicas ni de mapas probabilísticos, pero se sabe de memoria cada recodo de la finca que armó a finales de los 80 para garantizar su sustento y para mantenerse el vicio del tabaco.
Sobre su dependencia a los paquetes tecnológicos y al combustible que, por más que le den en tiempo y forma, nunca le alcanza, prefiere no hablar demasiado, sino de las perspectivas de la producción de alimentos en Cuba, un futuro que él no ve tan claro.
“Yo creo que hay que buscar una fórmula —sugiere— para que el Estado no pague mejor lo que importa que lo que compra a los campesinos de Cuba. ¿Cómo tú vas a beneficiar al productor de otro país, y además tienes que sufragar el precio del transporte, por encima del productor de aquí? Eso no es de una economía que proteja lo suyo”.
En semejante apreciación coinciden guajiros de monte adentro con renombrados agrónomos de academia: si el Estado viene implementando un paquete de medidas que pretenden estimular la soberanía alimentaria, si lo afirma y lo reafirma en una decena de lineamientos, ¿en qué quinquenio se dará por abolida de una buena vez todo tipo de dependencia?
Gisselle Morales Rodríguez
Progreso Semanal
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