Si de modernidad se trata, tanto para Marx como para Keynes, las ideas de una economía basada en el trueque carecen de sentido. Y es porque la satisfacción de necesidades a través del inter)cambio en sociedad es mediada por el dinero.
La cotidianidad del individuo exige tener un valor equivalente a lo que necesita en términos de dinero y no en términos de cualquier otra mercancía. Solo poseer lo segundo es, desde el punto de vista táctico, la antesala lógica de la conformación de relaciones dinerarias.
Por otro lado, para el Marx que escribió los Grundrisse, la producción se forma por los momentos producción, distribución, cambio y consumo. De ellos, la distribución, determinada por leyes sociales, dicta cuánto corresponde a los factores que intervienen en la producción. Por su parte, es en el cambio donde el individuo determina la producción específica equivalente a la que le asignaron en la distribución, de la cual se va a apropiar.
Dicho cambio está sujeto, por un lado, a las leyes sociales (que dicen la cuantía), y por el otro, a leyes individuales (que determinan lo específico, la cuantía/cantidad específica de la compra). Es decir, hay un momento del movimiento sistémico de una economía (el cambio, la compra) que depende de las particularidades, subjetividades, gustos, modas, deseos, pasiones, costumbres, de las personas que intervienen en la economía. La sustitución de esas leyes individuales, que actúan en el consumo personal e individual (mediado por el cambio de manera directa), lo subordinan a la contingentación social. El proceso de subjetivación del hombre es empujado, aún más, a enajenarse. En pocas palabras, el paso inevitable para realizarse como sujeto de la producción se borra.
El consumo, espacio mínimo, donde la necesidad da la sensación de libertad, es algo pretendidamente impuesto. Cuando dicho momento individual desaparece, se comienzan a gestar las condiciones para el trueque (a mayor o menor escala). Pero la asignación social, estandarizada, impuesta, que intenta convertir a los consumidores en masa homogénea, no puede borrar las individualidades.
Así, el consumo impuesto, no determinado con anterioridad por quien hará el acto, debe ser rectificado por las individualidades. Aquellos que, insatisfechos, tienen el pago de su trabajo en cuerpo de objetos que no consumirán, se verán obligados de algún modo a cambiar esos objetos que no necesitan por otros que sí. La única forma será el trueque: cambiar los objetos que la distribución asignó, y que resulten individualmente inservibles para el consumo, por aquellos que sí. Sin embargo, si por casualidad la asignación impuesta de determinado bien tiene menor medida que lo demandado socialmente, el trueque (que es torpe, ineficiente, pero es algo) no podrá ayudar, ni siquiera con los marcos temporales y espaciales en los que puede existir. De nada sirve la posibilidad del trueque entre ciudadanos como modo de reajustar las deficiencias si, dentro de la gama de posibilidades para el intercambio, existen uno o varios bienes que todos quieren. El resultado no es predecible, pero no será satisfactorio.
Pensar en la entrada de combos, en paquetes de productos como forma de compra, nos remite a la supresión de ese momento de individualidad que es el cambio. También permite valorar sus consecuencias.
Para el caso cubano solo habría que agregar otra determinación, que exige su propio ejercicio reflexivo, aunque sea una problemática sistémica y crónica. Tal determinación es omitida en los discursos de medios partidistas y de funcionarios, lo que demuestra la falta de ética de quienes deciden omitir que la cesta más cara casi duplica un salario medio.
Miguel Alejandro Hayes
La Trinchera
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