No se tipifican ni penalizan, con los rigores éticos o jurídicos más obvios, los daños que produce la desinformación y que son siempre muy severos contra el tejido social todo, ocurran donde ocurran. No hay atenuantes. A estas alturas de la historia la agenda temática indispensable para cualquier sociedad no es un misterio ni un enigma indescifrable. No hay territorio en el planeta que no tenga urgencia de saber qué pasa (verdaderamente) con la economía, no como la trama de negociados procaces culpables de la miseria sino como la realidad cruda y dura del paradero de las riquezas producidas por los trabajadores. Y sobre eso reina la inanición informativa.
No hay territorio que no requiera saber, con nitidez escrupulosa, qué hacen los “políticos”, no por el entramado tóxico del tráfico de influencias, favores u odios entre ellos, sino por la calidad y la cantidad de los problemas sociales que deben atender bajo mandato democrático.
No hay palmo de planeta que pueda confiar en su estructura social sin conocer la dinámica completa del avance de sus derechos y sus responsabilidades frente a la complejidad misma de su dialéctica histórica, en las ciencias, en las artes, en la conflictividad y principalmente en la evolución de sus luchas, todas y cada una, en el espectro complejo de las conductas en comunidad. Y eso es de lo que más se silencia y tergiversa. Desfigurar los hechos es también desinformar.
Hace mucho tiempo, en los métodos y los instrumentales científicos de la producción informativa, dejó de tener valor la excusa de la ignorancia. Lo que se publica -o lo que se silencia- tiene la marca de los grupos de “inteligencia”, públicos o privados, que operan dentro y fuera de los medios de información. Ahí se cuecen los datos, su extensión, su profundidad su calidad y su cantidad. Ahí se definen los temas y se define el “canon” informativo obligatorio que una sociedad requiere para su desempeño cotidiano. Pero, bajo el capitalismo, que ha convertido la información también en mercancía, secuestrada para tribulaciones políticas o mercenarias, el “canon” (el conjunto mínimo obligatorio de información) no obedece a la producción social de conocimiento colectivo sino a la lógica de la ignorancia de mercado.
Tal “canon” y su dialéctica histórica, son hoy una referencia ineludible para medir la calidad y cantidad de la producción, la distribución y la interlocución con la información ofertada. Hay perfiles etarios, de género, de oficio, de orientaciones políticas, estéticas o científicas. Hay datos poblaciones suficientes, relevamientos geográficos, climatológicos económicos, políticos y culturales abundantes, como para proveer a las sociedades enteras con informaciones pertinentes, oportunas, amplias y críticas. Sin excusas, sin pretextos y sin omisiones. Y, sobre todo, proveer al “canon” con verdad científica, diversa, rica, consensuada y enriquecida permanentemente. Hay métodos avanzados para garantizarlo a pesar de que la niebla de mediocridad y servilismo que cubre a la mayoría de los “medios” no permita que se conozca la fuerza de la ciencia al servicio de la información social cotidiana.
Desinformar no solo es suspender la “transmisión” de “datos”, es también sepultar un canon social informativo obligatorio. Es reducir el acto de informar al capricho convenenciero de los fabricantes de “noticias”. Es redactar corpus cercenados, al antojo de una ofensiva contra la consciencia de los interlocutores, para entregarles una visión (o noción) de la realidad deformada, desfigurada, desinformada. Es un fraude de punta a punta. No es una “omisión” más o menos interesada o tendenciosa…no es una “falla” del método; no es un accidente de la lógica narrativa; no es un incidente en la composición de la realidad; no es una “peccata minuta” del “descuido”; no es una errata del observador; no es miopía técnica ni es, desde luego, “gaje del oficio”. Es lisa y llanamente una canallada contra el conocimiento, un delito de lesa humanidad. Es como privar a los pueblos de su Derecho a la Educación.
A estas alturas de la Historia y, especialmente de la historia de los “medios de comunicación”, es insustentable e insoportable cualquier escusa para informar oportuna, amplia y responsablemente. No hay derecho que justifique la acción deliberada de silenciar lo que ocurre y, en el poco probable caso de que un medio de información no se entere de los que ocurre, ese medio realmente no merece respeto alguno. La excusa de “no saber”, de “no conocer”, de “no tener información” para, por ello, no asumir la responsabilidad profesional y ética que le compete a un medio informativo… es francamente sospechosa y ridícula.
¡Renuncien! Ningún pueblo debería soportar la ineficiencia inducida de un medio, concesionado por tal sociedad, para el ejercicio profesional y obligatorio de transmitir la información que es propiedad social. Hay tecnología y metodología suficientes que invalidan toda palabrería esmerada en excusar las intenciones míseras de los que desinforman. Incluso si lo hacen mintiendo con emboscadas finamente elaboradas en laboratorios de guerra psicológica.
“Artículo: 19 Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.” Declaración Universal de los Derechos Humanos.
A la vista de todas las canalladas inventadas por el capitalismo para violar el legítimo derecho de los pueblos a la mejor información evaluada ética y científicamente por las sociedades, bien vendría instruir una revolución jurídico-política hacia una nueva Justicia Social irreversible que tuviera como ejes prioritarios los que competen a la Cultura y a la Comunicación como inalienables. O dicho de otro modo, que nunca más la Cultura, la Comunicación ni la Información puedan ser reducidas, retaceadas ni regateadas por el interés de la clase dominante contra las necesidades de las clases oprimidas, impunemente.
Fernando Buen Abad
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