Los viejos heraldos (Luis Alejandro Yero, 2018) consuma una de las piezas documentales más relevantes de los últimos años en Cuba. La elocuencia con que consigue confrontar todo un período histórico, desde el retrato íntimo de un par de individuos que experimentan el paso de sus últimos días, se debe a una excelente elaboración del plano expresivo. Dicho de otra forma, la potencia estética del tejido audiovisual en que está resuelto Los viejos heraldos alcanza a cifrar una postura convincentemente política ante el destino del país, a partir de la disección de la cotidianidad de un matrimonio de ancianos radicados en algún remoto sitio rural del país.
¿Qué créditos cinematográficos avalan lo anterior? La fuerza evocativa de la puesta en escena, la plasticidad de una fotografía en blanco y negro y la certera elaboración subjetiva de la música y el sonido, dispositivos encargados de generar una atmósfera cargada de asociaciones e impresiones emotivas sobre la existencia de dichos sujetos; también, una coherente organización del discurso, sostenido en un sólido engranaje dramático en el que la gradual progresión simbólica del conflicto acaba por revelar un complejo y problemático panorama humano y social.
El alto valor antropológico de esta obra no conoce de verificaciones o criterios de expertos, pues se funda en la penetrante indagación de un medio vivencial solo a través del poder comunicativo de la forma. La subrayada estilización de la sintaxis, en efecto, es un medio de manipulación subjetiva que carga de significados el entorno referencial retratado. Más que la simple documentación de lo que vemos en pantalla, lo que se documenta es un paisaje histórico-ideológico desde el punto de vista de un individuo concreto.
Esa inteligente mirada a un mundo en descomposición —que tiene su metáfora perfecta en esos ancianos que, alguna vez, fueron cómplices y testigos del discurso emancipatorio de la Revolución—, proviene directamente del diálogo entre lo que se filma y la gramática escogida para filmarlo. Con esta pieza, Luis Alejandro Yero consigue distanciarse del triunfalismo renovado con que se celebra, sobre todo desde el discurso oficial, las transformaciones políticas y sociales acaecidas en Cuba en este minuto, para cuestionar el presente de una época bastante incierta.
En un tono contemplativo y observacional, Los viejos heraldos registra los días de esos dos individuos que parecen vivir ajenos a la Historia; distantes de una civilidad que los ha olvidado. En las imágenes, los vemos entregados a sus tareas cotidianas. El anciano trabaja en su horno de carbón vegetal, mientras la mujer realiza sus tareas domésticas. Así pasan el tiempo, sumidos en una continua monotonía, aparentemente resignados a su soledad. Dos seres que, al cabo de sus días, se hallan a la espera de la muerte en condiciones de vida bastante lamentables.
Continuamente, la cámara mira hacia el medio natural, la aridez del terreno y la precariedad material en que viven estos personajes, para testimoniar su estado existencial, pues la degradación del espacio habitacional, el agreste paisaje, el sitio donde residen retirados del mundo hablan de las tensiones de su ser interior. De hecho, Los viejos heraldos opera con una fotografía muy física, enfocada en subrayar el entorno, los objetos e incluso el cuerpo ya degradado de los ancianos, como representación de un cosmos emocional y psicológico particular. Es en ese sentido que el documental procura un retrato profundo de la humanidad de dos seres condenados por el destino.
Asomarse al drama posible que resulta la vejez en un contexto periférico, ya constituye un asunto de notable aprecio; los ancianos constituyen un otro completamente invisibilizado por la ideología porvenirista que atraviesa a la sociedad occidental. Frente a la vitalidad ponderada como ética en el mundo contemporáneo, la vejez viene a ser símbolo de decadencia e imperfección. Cuando la realización ejecuta un ejercicio de estilo capaz de evocar, aprehender, potenciar ese cosmos existencial, llama la atención en torno a un momento de la existencia donde —como en Los heraldos negros de Vallejo—, “todo lo vivido / se empoza, como charcos de culpa, en la mirada”. Cada uno de los primeros planos del rostro de los ancianos nos dejan ante una mirada perdida en el vacío; una mirada que busca en el pasado el sentido de lo que ha llegado a ser su presente.
Pero lo que deviene sumamente notorio y dispara el alcance estructural y comunicacional de Los viejos heraldos es su capacidad para superponer un plano discursivo mayor, que toma a esos seres protagónicos como metonimias de un proceso social que los trasciende. De hecho, la figuración del cuerpo juega aquí un rol esencial, en tanto la exposición del envejecimiento —del que se deriva la pasividad y la rutina a que parecen condenados estos personajes—, concierta por sí misma toda una narración sobre la devastación y decadencia de un cuerpo ideológico.
Durante el desarrollo argumental, todo el tiempo se escucha y se ve la televisión, mientras transmite noticias sobre la constitución de una nueva Asamblea Nacional del Poder Popular. Esto, desde luego, remite a un proceso histórico del que se supone estos dos individuos son parte, pero del que participan desde la distancia. Esa Historia parece olvidarlos, a la vez que ellos la olvidan.
Ese momento en que la Historia cubana colocó al campesino al centro de un paisaje cívico que prometía cambiar el curso del mundo, acaba allí justo donde terminan estas vidas. Luego, viene a jugar un rol fundamental el título: según la etimología del término, un heraldo es un héroe o un caballero armando; pero es también un mensajero que anuncia con su presencia el arribo de alguien o algo. ¿De qué ejército son miembros estos heraldos? ¿Cuál es el mensaje que estos cuerpos portan, que su presencia anuncia?
Ese contraste entre el discurso triunfalista de la televisión, que resalta la continuidad de un proceso iniciado hace 60 años y la vida que llevan estos denominados heraldos, consuma una resonante metáfora sobre el devenir de todo un proyecto de sociedad. En la televisión se celebran las glorias de un mundo que se yergue, pero los ancianos miran a la pantalla con indiferencia; iconos de un mundo que ha quedo atrás. Ellos anuncian el fin de una Historia, como residuos de lo que viene a menos. Esta pareja de ancianos bien podría ser algunos de los carboneros que centraron las imágenes fundacionales del cine cubano en El Mégano (Julio García Espinosa, 1955), lo cual estructura una suerte de circularidad temporal que también habla del suceder de la nación.
Los viejos heraldos viene a confirmar el crecimiento de su director como cineasta y la potencia con que el género documental se abre camino en nuestro panorama fílmico contemporáneo; esto último, gracias a la capacidad con que han sabido dimensionar —y este caso es un ejemplo significativo— sus cualidades expresivas, al ponerlas en función de una meditación sobre determinadas urgencias de la sociedad contemporánea.
Ángel Pérez
IPS
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