El 23 de junio se presentará ante la Asamblea General de la ONU (AGNU) un nuevo informe sobre la resolución llamada Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por EU contra Cuba.
Desde 1992, en 28 ocasiones, la propuesta de la isla ha contado con amplio respaldo internacional. En 2019 fueron 187 los países que rechazaron esta inhumana agresión contra ese pueblo.
Estados Unidos ha ignorado, con su típica soberbia, las sucesivas resoluciones de la AGNU y las numerosas voces que abogan, dentro y fuera del territorio estadunidense, por el fin de esa política criminal.
Antes de la proclamación oficial del bloqueo impuesto por Kennedy, en febrero de 1962, Lester Mallory, vicesecretario de Estado asistente para los asuntos interamericanos de Estados Unidos, sintetizó sus propósitos cuando escribió en un memorándum secreto, en abril de 1960, que la mayoría de los cubanos apoyan a Castro. Por tanto, el único modo previsible de restarle apoyo interno es mediante el desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales. Hay que lograr los mayores avances en la privación a Cuba de dinero y suministros, para reducir sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno.
Esta infame estrategia ha estado en el centro de la política estadunidense hacia la Cuba revolucionaria. El bloqueo viola, de manera sistemática y masiva, los derechos humanos de todas las cubanas y cubanos. Califica como acto de genocidio, a tenor de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de 1948.
Tras el derrumbe del campo socialista y de la URSS, Estados Unidos decide dar otra vuelta de tuerca al bloqueo. Primero, a través de la Ley Torricelli, aprobada el 23 de octubre de 1992; luego, con la Helms-Burton, del 12 de marzo de 1996. La primera fue promulgada por George Bush (padre) que aspiraba a la relección, presionado por el apoyo que Clinton, entonces candidato presidencial demócrata, dio a ese proyecto legislativo en su campaña en Florida. Así, en medio de la algarabía publicitaria y demagógica de una contienda electoral, se decidía estrechar aún más el cerco en torno a un pequeño país que acababa de perder abruptamente a sus principales aliados comerciales. Fue concebida para aislar definitivamente a Cuba. Sus disposiciones extraterritoriales contravienen las normas que rigen la libertad de comercio y navegación y muestran el desprecio de Washington a la soberanía de los estados.
Se propuso impedir el comercio con Cuba de las subsidiarias de compañías estadunidenses en terceros países y prohibir a los barcos que entren a puertos cubanos tocar el territorio de Estados Unidos durante los 180 días siguientes.
La Ley Helms-Burton viola del mismo modo, flagrantemente, el derecho internacional, en particular la libertad de comercio e inversión. Niega créditos y ayuda financiera a países y entidades que cooperen con Cuba e instituye que las compañías de cualquier país del mundo que tengan tratos con la isla pueden ser sometidas a represalias legales. Amenaza incluso a potenciales inversionistas con prohibirles la entrada a Estados Unidos. Incita, además, a dueños y herederos de propiedades nacionalizadas por la Revolución donde haya algún tipo de inversión extranjera, a presentar ante tribunales estadunidenses demandas contra ciudadanos y empresas de otras naciones.
La aplicación de este último punto, cuyo anuncio generó conflictos con aliados de Estados Unidos, fue pospuesta por todos los presidentes de ese país hasta la irrupción de Trump, quien descongeló el capítulo que propicia tal aberración jurídica.
La ley Helms-Burton recoge en su letra la obsesión de ese país por recolonizar a Cuba: decreta que el bloqueo sólo se levantará cuando se devuelvan las propiedades nacionalizadas y el presidente estadunidense certifique que el gobierno establecido en la isla luego de la caída de la Revolución sea efectivamente democrático según sus esquemas, entre otros requisitos.
Trump reforzó el bloqueo con 243 medidas nuevas y no hizo nada para flexibilizarlo por razones humanitarias ante el avance de la pandemia global. Al contrario, promovió una campaña mediática de descrédito contra los médicos cubanos, multiplicó los proyectos de subversión interna e hizo lo imposible por impedir la adquisición de medicamentos, medios de protección, pruebas diagnósticas e insumos básicos destinados al combate contra la epidemia y a la fabricación de vacunas en la isla.
La aplicación de las leyes del bloqueo en su conjunto ha sido implacable. Se persigue a navieras y barcos contratados para la importación de combustible y otros suministros vitales, bajo amenaza de sanciones. Son multimillonarias las multas impuestas a bancos internacionales por la más mínima transacción que involucre a Cuba.
El contexto tan adverso creado por la epidemia puso seguramente de moda entre los tanques pensantes del imperio el viejo memorándum de Mallory: se trataba de una coyuntura apropiada para intensificar las acciones que restaran apoyo interno a la Revolución mediante el desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales y provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno.
Raúl calificó al bloqueo, en el reciente octavo Congreso del Partido Comunista, como la guerra económica más abarcadora, desigual y prolongada que se haya desatado contra nación alguna.
Trump subestimó la capacidad de resistencia del pueblo cubano y las raíces martianas y marxistas que han sustentado a la Revolución. Ante cada medida sumada a esta interminable y perversa guerra económica, ha aumentado el apoyo de la abrumadora mayoría de la población al proceso revolucionario y se ha hecho más honda su conciencia antiimperialista.
Hasta ahora Biden no ha dado ningún paso para aliviar la terrible carga que pesa sobre Cuba desde hace tantos años. Ojalá sea capaz de rectificar una política despiadada, cruel, condenada al fracaso. Si no lo hace, pasará a la historia como otro emperador vencido de forma humillante por una islita digna del Caribe.
Abel Prieto. Escritor cubano, presidente de Casa de las Américas.
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