Las fuerzas militares estadounidenses aprovecharon en los años finales del siglo XIX la coyuntura de una España agotada por la combatividad de las armas cubanas insurrectas y la decadencia global del imperio ibérico, para desencadenar su primera guerra imperialista.
Muchos estudiosos de la historia consideran que el objetivo geopolítico esencial de Estados Unidos en aquella época era apoderarse de las islas Filipinas y todo el sistema colonial español, ya que Cuba no constituía una urgencia, dado que, por su cercanía geográfica, estaba llamada a caer inevitablemente en sus manos “cual fruta madura” por ley natural de gravedad.
Pero el pretexto para la guerra lo pudieron fabricar de manera más expedita en Cuba, haciendo estallar su acorazado “Maine” en el puerto de La Habana cuando realizaba una visita amistosa a las autoridades coloniales españolas, imputando a sus anfitriones el cruento acto.
Así, al intervenir en el conflicto insular declarando la guerra a España, frustraron la victoria insurrecta y la proclamación de un país libre e independiente, objetivo por el que habían venido luchando y muriendo muchos miles de cubanos desde 1868 movidos por una flamante conciencia de nación soberana.
Cuba pasó así, directamente, de una condición colonial a una situación neocolonial.
Cuando a los cubanos se les habla hoy de las bondades del capitalismo y se les trazan planes de ayuda para la transición a ese orden socio-económico, se está suponiendo en este pueblo una amnesia histórica contra la cual los cubanos están vacunados.
Con la sociedad de consumo estadounidense como paradigma, todos los factores formadores de conciencia, desde la enseñanza hasta la prensa, enfilaban en Cuba hacia un modelo de nación capitalista, profundamente dividida en lo interno por razones de raza, género, ingreso económico, partidos políticos y cuantos demás factores cuadraban a los intereses de dominación del poderoso vecino.
Los gobiernos eran electos según propuestas de candidaturas de los diferentes partidos políticos. Los comicios eran espectáculos trágico-cómicos que iniciaban etapas de promesas-fraudes-burlas- malversaciones, en ocasiones interrumpidas por ciclos de violencia que incluían intervenciones estadounidenses, golpes de estados, represión, asesinatos, torturas… Hasta llegar al inicio de un nuevo ciclo parecido al anterior.
Cada uno de los pasos en esta cadena de acontecimientos debía contar con la aprobación de la Embajada estadounidense que, en ocasiones, asesoraba a los dos bandos en pugna.
El gobierno, corrupto, encabezaba una superestructura que incluía un sistema judicial, un sistema policial, una administración pública y una prensa, todos igualmente corruptos, con excepciones muy aisladas pero honrosas.
A las fuerzas armadas, dotadas todas ellas de asesores estadounidenses les tocaba cuidar el orden, especialmente en lo que concierne a garantizar la tranquilidad y la seguridad de los grandes capitalistas nacionales y extranjeros.
Estos últimos, los verdaderos dueños del país, no eran tan conocidos –ni tan atacados- como los políticos, quienes eran siempre, primero, alabados por sus promesas y luego vilipendiados por sus actos corruptos y sus crímenes. Más bien se les situaba por sobre la política y las leyes, eran los que mandaban, pero lo hacían anónimamente, por intermedio de los políticos y los represores.
Ni siquiera se les achacaba la responsabilidad por los cientos de miles de niños pordioseros que colmaban las calles de las ciudades deambulando descalzos y hambrientos. O de un número aún mayor de desempleados, subempleados o autoempleados. Tampoco respondían ellos por los niños sin escuelas, los ancianos sin asistencia, las decenas de miles de mujeres forzadas a la prostitución por la miseria.
Algunos políticos se mantenían por mucho tiempo alterándose en el poder según sus habilidades para el engaño. Muchos lograban ascender a la escala de los grandes capitalistas mediante la malversación de las arcas públicas y otros delitos que llegaban a hacerlos socialmente tolerados.
Aunque crueldades tales como el bloqueo económico durante casi medio siglo son verdaderas vacunas contra la amnesia histórica, el deslumbrante espejismo del paraíso terrenal que proyecta la propaganda del modo de vida estadounidense –que invisibiliza los 48 millones de estadounidenses que viven por debajo de la línea de pobreza, las crecientes tensiones raciales o la penuria de los cubanos emigrados a Estados Unidos después de 1980– lo invade todo y es casi imposible escapar de sus nocivos efectos.
Para las nuevas generaciones de cubanos no es fácil imaginar tanta inequidad y corrupción en un pasado reciente que les puede parecer lejano.
La emigración y las manifestaciones neo anexionistas son la válvula de escape en la olla que incendió el capitalismo en Cuba y el bloqueo y demás agresiones han impedido sofocar totalmente.
Manuel E. Yepe
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