A sus 88 años, y a solo un día de que su creación más icónica, Mafalda, cumpliese 56, falleció el humorista gráfico Joaquín Salvador Lavado.
Digamos “Quino”, que así se lo conoció, estampado ese pseudónimo en una firma que más de uno podría reconstruir de memoria.
Tirando del ovillo de esa tira de la niña Mafalda, que salió por primera vez en la revista Primera Plana en 1964 y continuó hasta 1973, de sus memorables intercambios con su pandilla de icónicos amigos y su familia, podría seguirse el hilo de unos años de conmoción en la Argentina y el mundo. Son los tiempos de la beatlemanía, de la que mamarían las figuras del naciente rock nacional; del Cordobazo que en el ’69 signaría un alza del movimiento obrero y del retorno de Perón al gobierno que vendría a querer cerrar ese proceso; del Mayo Francés y las rebeliones contra la burocracia soviética.
Son, también, las horas de una nueva mirada sobre la infancia y la juventud, latentes en la vagancia escolar y el espíritu lúdico de Felipe, en las preguntas sobre la situación internacional con que Mafalda dejaba en orsai a sus padres. También en las que interrogaba a su mamá, Raquel, sobre “el movimiento por la liberación de la mujer”, solo para encontrársela fregando el piso, en una sucesión que en solo cuatro cuadros trazaba los desafíos planteados –aún hoy, y cuánto- a la mujer trabajadora. Son más preguntas que respuestas, a tono con la filiación progresista de Quino, que parecía buscar su lugar en un mundo que se radicalizaba.
Aunque habría, claro, más de una sentencia en las viñetas, que le granjearían no pocos problemas. ¿Quién que haya sufrido la represión del Estado olvidará, tras conocerlo, aquel cuadro en que Mafalda tomaba un bastón policial para asestar esa definición perenne: “¿Ven? Este es el palito de abollar ideologías”?. En una entrevista de 2004, Quino recordaría que en 1975, esas horas en que el accionar de la Triple A y el Operativo Independencia se establecían como antecedente de la dictadura, “uno de los servicios de inteligencia del Estado empapeló la ciudad con otro afiche en el que Manolito estaba junto al policía y replicaba: ‘Ves, Mafalda. Gracias a este palito podés ir tranquila al colegio’”. Ello tras señalar que la censura fue “algo con lo que conviví desde el mismo momento de comenzar a trabajar. En las primeras redacciones que recorrí me advirtieron prontamente que había temas, como el sexo, los militares y la represión, que no se podían tocar. Así uno aprende a autocensurarse y encuentra maneras de evitar el control: por ejemplo, la sopa —en el caso de Mafalda— era para mí una metáfora del autoritarismo militar”.
En 1976, con el golpe de Estado, el artista se exiliaría en Europa. Y años después, ante el fallido golpe a Alfonsín en 1987, realizaría un cuadro clamando “sí a la democracia”, la que sin embargo terminaría concediendo a los golpistas carapintadas –entre cuyas filas se encontraba Sergio Berni- la Ley de Obediencia Debida. En sus últimos años, sus declaraciones públicas oscilarían entre expresiones de simpatía por la monarquía española y otras por la Revolución Cubana, así como definiciones de sí mismo como “anticlerical”. En 2017, volvería a instalarse definitivamente en Argentina.
En todos estos años posteriores a Mafalda, el artista daría paso a una espectacular obra en viñetas, más ácida pero igual de humana, en que los dramas y las comedias de la incomprensión entre pares, del enredamiento del lenguaje, coexistían con representaciones de la opresión únicas, que lo revelaban como un brillante artífice del género, audaz constructor de imágenes. Son esos grandes espacios, de escalas inhumanas, en que jefes muy bien alimentados colocan exigencias absurdas a sus empleados. Es esa sucesión de cuadros, sin palabras, en que un político convence a su auditorio de una trama, solo para volver a su casa y pensar en otra. O aquella otra, también silente, en que una oveja camina junto a sus pares por una calle comercial, una sardina se apelotona con otras en un colectivo, un caballo corre el subte, una bestia intenta conseguir asiento, un chancho viaja triste en el tren, una vaca cansada camina por un paisaje suburbano y, finalmente, un niño sonriente le dice “hola papá” a un trabajador que llega exhausto a su hogar por la noche.
Desde nuestras madres y padres, que crecieron junto a su obra, hasta la infancia que hoy sigue leyendo las páginas del Toda Mafalda, ya gastadas por nosotros en los ’90, lo despedimos con ese sueño de Felipe: “¿No sería hermoso el mundo si las bibliotecas fueran más importantes que los bancos?”. El día que eso suceda, de seguro estará Quino en sus estantes.
Tomás Eps
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