25 de noviembre de 2016. A Fidel, 3 años después.
O no lo oyeron o no quisieron oírlo, de lo contrario hubieran tenido que obsequiarle, sin chistar, el Premio Nobel de Economía. Vaticinó con una precisión de espanto lo que nadie vio, y además se dio el lujo de precisar casi hasta la fecha y la hora de una de las mayores crisis a la que se ha enfrentado el capitalismo en toda su historia de más de 200 años. Hoy que tenemos a las puertas otra crisis más devastadora que la del 2008, seguimos en las mismas, y todo parece indicar que no hay forma de detenerla.
Los que lo oyeron no podían dar crédito a sus palabras. Tanta clarividencia no podía ser natural, pero todo se basaba en un razonamiento riguroso y extenso, sazonado con una experiencia descomunal, y un deseo de escudriñar los fenómenos desde una óptica científica fuertemente anclada en la teoría marxista, y empujada hacia adelante por una convicción de reivindicación social a toda prueba. Solo un hombre con las ideas en su sitio podía lograr el milagro de la “adivinación”, por la que hubieran dado toda su fortuna los más encumbrados economistas y políticos del mundo.
Oportunidades no les faltaron, pues por si fuera poco tiene el don de la conversación, y no hubo tribuna en que escondiera sus pensamientos más íntimos o sus descubrimientos más deslumbrantes, con razonamientos kilométricos y precisión matemática dirigida a quien quisiera escucharlo, desde un joven universitario en Caracas, hasta los empresarios europeos, quienes no se dieron cuenta de que les estaba dando la receta de su salvación, gratis.
Grande y encendida ha sido la polémica hasta hoy. Se tiran las culpas a la cara, los que no la vieron venir por soberbia o estrechez de miras, o simplemente porque no querían asustarse cuando estaban en la cresta de la ola. La señora crisis estaba a un palmo de sus narices, y los indicios yacían en las frías oficinas de los grandes bancos, las transnacionales y los FMI, Banco Central Europeo, Troikas, o como se llamen, sordas al clamor de un tercer mundo que había escogido como su vocero, a un hombre ideal para la tarea de largo aliento que tenía por delante.
¿Cómo creerle a un incendiario anticapitalista convencido con argumentos tan inquietantes?¿Quiere amedrentarnos?, decían algunos en sus corrillos intelectuales. ¿Pretende sembrar el pánico?, comentaban otros, conscientes de lo peligrosos que son los contagios pesimistas en las bolsas de valores de Londres o Nueva York, que viven de la creencia incólume en la seguridad de su sistema, imposible de poner en entredicho por algún bárbaro del sur por muy carismático que sea.
Les argumentó de arriba abajo y de abajo a arriba que la fiesta del derroche no podía ser eterna; les habló de los desequilibrios en las finanzas, de los déficits presupuestarios, de las guerras sin impuestos nuevos, de las trampas de Nixon, de lo injusto de los acuerdos de Bretton Woods, de los precios exorbitantes del oro, de la inestabilidad del dólar, de que estaban metidos en una burbuja que estallaría en mil pedazos, de la concentración de la riqueza y la depauperación de cada vez más cantidad de gentes, ultima y verdadera causa de todas las crisis del mundo. Pero muchos lo miraron desdeñosos: no sabe lo que dice, dijeron. Y siguieron en lo suyo.
En un discurso memorable en la Universidad Central de Venezuela, en ocasión de la toma de posesión de su amigo Hugo Chávez, casi diez años antes del bombazo detonante de la crisis inmobiliaria en Estados Unidos que contagió al mundo, describió con detalles lo que estaba pasando y hacia donde conduciría la locura de los neos de moda, una mezcla explosiva de neoliberales y neoconservadores que no iban a detenerse ante nada —menos ahora que tenían el mundo a sus pies—, embriagados como estaban de una euforia brutal basada en la creencia absoluta de que los demás, simples mortales, nunca llegarían a entender el significado de un derivado financiero, y que las palabras hipotecas subprime, no estaban al alcance del entendimiento de las mayorías. Sus finanzas caminaban con un paso triunfal tan arrollador, que no podían ni imaginar que alguien podría descubrir sus trampas.
Él no solo se les adelantó, sino que puso sus ideas en órbita, los desnudó de pies a cabeza y los denunció como estafadores de magnitudes siderales, además de demostrarles con números irrebatibles que sus políticas estaban destinadas al fracaso y arrastrarían a la humanidad a la catástrofe.
Estamos todos en peligro, les dijo, ustedes y nosotros, los ricos y los pobres, y hasta les arrancó aplausos aquel día en Río cuando les advirtió que la especie humana, si seguía por ese derrotero, estaría en peligro de extinción antes que nos diéramos cuenta.
Y otra vez hicieron oídos sordos. Pero él siguió incansable en su prédica y llenó miles de cuartillas con argumentos, mientras otros se repartían los Nobels, lo mismo por descubrir la secuencia del genoma humano, que por bombardear gente inocente con drones de guerra. Es la paradoja siniestra de una época que no sabe qué hacer con sus genialidades tecnológicas, si despedazarnos o repartir entre todos las mieles de la fortuna.
Felipe Bulnes
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