Minutos después de la tragedia aérea del pasado viernes en La Habana, empecé a recibir de distintos lugares y por diferentes vías expresiones de preocupación y solidaridad de personas que se dirigían a mí porque soy cubano. Pero entre ellas también las hubo que saben que nací en la holguinera localidad de Velasco y allí tengo una buena cantidad de familiares y amistades, por lo cual suponían que viajar de La Habana a Holguín no me sería nada extraño. Algunas conocen que el horario del vuelo accidentado es, por motivos prácticos, el que prefiero para ese viaje, y hasta han coincidido conmigo en él.
A todas las que se comunicaron conmigo a raíz de la tragedia les respondí lo mismo: quienesquiera que hubieran sido las víctimas, eran seres humanos, y nada impediría el dolor causado por su pérdida. Al inicio alguien difundió, creo que desde fuera de Cuba, que no iba ningún cubano a bordo del avión. Me pareció poco probable que así fuera, pero seguí pensando en el sentido general del dolor que cabía esperar en todo ser humano de bien, aunque en el caso de los familiares de los muertos el desgarramiento sería, es, incomparable.
Pronto se informó responsablemente que la mayoría de los viajeros eran cubanos y cubanas, niños y niñas incluso, y eso le añadió un toque emocional de proximidad concreta a la noción de desgracia. Del propio Velasco, en conversación telefónica con mi hermana, junto con la egoísta, explicable y relativa tranquilidad de saber que no había familiares nuestros entre las víctimas, aunque sí amistades, empezaran a llegarme datos que me imponían lo que ocurre cuando la muerte adquiere nombres, rostros, presencias, cercano testimonio de vidas segadas de manera brutal y a destiempo. ¿Existe acaso un tiempo en que la muerte deje de hacerse sentir como lo que es?
Lo más abarcador del sufrimiento era, es, su inmensurable dimensión humana, mucho más allá de lo estrictamente individual. En medio de eso, la reacción de lo que merece llamarse el pueblo cubano fue ejemplar: desde quienes, desafiando el peligro de posibles nuevas explosiones —“esa gente es grande”, escribió alguien en Facebook—, llegaron al lugar de los hechos en busca de posibles sobrevivientes que rescatar, y de dar el apoyo que fuera necesario, hasta las manifestaciones de un dolor generalizado y que no cesa. Conmovedor ha sido y sigue siendo el apoyo de la nación, de su gente, a los devastados familiares de los muertos.
El reconocimiento incluye en su debida altura la conducta de las instituciones y las autoridades correspondientes. Lugar propio tiene el trabajo del personal médico, aferrado, más allá tal vez de la “racionalidad científica”, al propósito de salvar a las tres mujeres que aún sobreviven cuando escribo estas líneas, y el de quienes deben “fríamente” identificar cadáveres o hacer en torno al avión destruido investigaciones y pruebas periciales para determinar las causas del aciago suceso con rigor, con respeto a la verdad y, sobre todo, a las vidas rotas. Ya se conocerán los resultados de esas indagaciones, de las cuales pudieran derivarse enseñanzas, además de las medidas concretas que podría ser necesario aplicar.
Lo seguro, lo palmario y que no requiere pesquisa alguna, es un hecho: la noble reacción del pueblo no ha sido accidental, ni sorprenderá a quienes conozcan a Cuba y el modo como vez tras vez este país ha reaccionado ante las adversidades.
Habla del espíritu solidario y generoso que la historia de la nación ha sembrado en ella: desde las gestas independentistas, cuyos guías contribuyeron decisivamente a cultivar valores como los sentimientos de colectividad y el trato digno a los prisioneros, hasta las lecciones personificadas en el líder fundador de la Revolución Cubana para hoy y para el futuro. El modo como ese espíritu se ha ratificado ante la tragedia confirma que no hay crisis transitoria que pueda acabar con la dignidad bien fundada.
Nada de eso mermará el dolor causado por el desastre aéreo. Pero trasmite una luz que reafirma esperanzas y conforta no solo en lo que concierne a ese desastre. Con ese ejemplo a la vista sería injusto, irrespetuoso incluso, detenerse a pensar en expresiones groseras, ignominias con que algunos se han autorretratado, mostrando a las oscuras la índole de los enemigos de la Cuba revolucionaria, que honra a sus muertos y permanece firme en su defensa de la dignidad plena para sí y en su contribución a otros pueblos.
Luis Toledo Sande
La Jiribilla
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