sábado, 12 de noviembre de 2016
La hora de Obama.
Una de las preguntas más recurrentes a partir de la elección del candidato republicano Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos es qué sucederá ahora con la nueva política hacia Cuba instaurada por Barack Obama desde el 17 de diciembre de 2014.
Si bien se han alcanzado acuerdos entre los dos países en diversas esferas de interés bilateral, la directiva emitida por Obama el pasado octubre instrumenta el accionar de las distintas ramas del ejecutivo estadounidense con respecto a las relaciones, se producen constantemente visitas de personalidades de la política, la cultura y el comercio de Estados Unidos a Cuba, y la abstención de Washington y su aliado israelí en la votación contra el bloqueo en la ONU sorprendió al mundo, también lo es que los temas esenciales que enrarecen la relación entre ambas naciones (base militar en Guantánamo, prohibición de comercio con el mayoritario el sector estatal de la economía cubana, prohibición de inversiones norteamericanas en Cuba con excepción de las telecomunicaciones, impedimentos al uso del dólar en el comercio exterior cubano, política migratoria selectiva y discriminatoria y la asignación de fondos millonarios para la subversión) siguen en pie a pesar de que están al alcance de las prerrogativas del Presidente.
Por otra parte, todo indica que Cuba no será una prioridad para el nuevo gobernante, a pesar de sus declaraciones en Miami anunciando revertiría lo realizado por Obama, o sus afirmaciones -antes y después- de que buscaría “un mejor acuerdo” con la Isla.
A la vez, el “debate con el Congreso sobre el embargo” en que el Presidente actual prometió involucrarse no ha sucedido, la “mayoría bipartidista” de que hablan algunos analistas no se ha traducido en decisiones legislativas a favor del cambio de política hacia Cuba y la permanencia -aunque trabajosa en algunos casos- de los principales personeros del extremismo anticubano en las dos cámaras congresionales no augura un camino fácil para ellas.
En ese contexto, que no será el de la continuidad del Partido del actual Presidente en el gobierno, no basta una “directiva” -que los ejecutivos del nuevo equipo gubernamental de no estarán obligados a cumplir- para hacer irreversible lo alcanzado en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Más bien parecería que sólo el avance decidido en aspectos que vuelvan común lo que hoy es excepcional y amplíen la base de intereses económicos comprometidos en la relación con la Isla permitirá que cuando entren en funciones el nuevo gobierno y el parcialmente renovado Congreso el costo político de retroceder en la relación con Cuba lo haga inviable.
Haciendo honor a su promesa en conferencia de prensa del 19 de diciembre de 2014, de emplear con el gobierno cubano “garrotes y zanahorias”, las tímidas y goteantes medidas de los cinco “paquetes” lanzados por Obama en relación con Cuba, se inscriben más en la evidente intención de “empoderar” sectores que sirvan a los intereses de un cambio de sistema en en la Isla que en la voluntad de modificar radicalmente la relación bilateral en beneficio de ambos pueblos. Si esas decisiones se quedan ahí hasta el 20 de enero, fecha en que tomará posesión el nuevo gobierno, es muy posible que uno de los pocos logros del mandato del primer Presidente negro en la historia de los EEUU no se consolide y corra el riesgo de perderse, con lo que dejaría de ser un “legado”. En este caso, no avanzar sería retroceder.
Iroel Sánchez
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