Pablo Kilberg acaba de fallecer. Si hubiera más Pablos, estaríamos mucho más cerca de la revolución de lo que estamos en este país tan cruel, en este mundo tan cruel.
Pablo Kilberg acaba de fallecer. Bah! Qué fórmula vacía, burocrática y formal para alguien tan lleno de vida.
Lo conocí militando. Eran los tiempos en que de la mano de las madres de plaza de mayo nos encontrábamos delirantes, locos y locas de todas las tribus y tendencias. Gente dispuesta a dar la vida (no la cuenta bancaria) por el socialismo. Gente que no está de moda. Pablo fue de los más honestos, de los más queribles, de los más nobles.
Pablo nos ayudó muchísimo a difundir la Cátedra Che Guevara, de la que desgrabó (en forma anónima, gratuita y voluntariamente) muchísimas clases. Además, él armó durante años la página web de las madres de plaza de mayo. Sin jamás dejar de hacer solidaridad militante y sistemática con la revolución cubana, a la que amaba profundamente. Gran amigo de Celia Hart (esa otra indomesticable que también nos dejó), de los cinco prisioneros cubanos en Estados Unidos, de muchos militantes anónimos de cualquier parte del mundo que han decidido dedicar sus vidas simplemente a luchar contra el imperialismo capitalista en donde haga falta.
Recuerdo muchos de sus gestos cotidianos, sus anécdotas, sus miradas. Pero hay un gesto suyo que lo pinta de lleno y marca una actitud entera y completa ante la vida. Una vez Pablo me confesó, con toda la seriedad del mundo, que tenía un plan para atacar la embajada de Estados Unidos. Era un delirio absoluto. Como muchos otros de sus delirios y sus locuras. Pero cuando me lo contaba no pude dejar de recordar aquella anécdota del viejo Guillot (padre de Manolo Guillot), militante cubano de la revolución de 1933 y de la generación de Antonio Guiteras. Resulta que un acorazado norteamericano, de esos barcos de guerra inexpugnables, navegaba prepotente e insultante por la bahía de La Habana marcando la humillante presencia imperial en el Caribe para imponer presidentes en la isla que muchos años después supo hacer la primera revolución socialista y anticapitalista en Occidente. Corrían los años ’30. Fidel y el Che eran apenas dos niños que estaban aprendiendo a caminar. Y resulta que el joven Guillot desde el malecón de La Habana le disparó al acorazado yanqui, monstruoso, demoledor, inexpugnable, con... ¡una pistola! ¡Una pistola contra un acorazado...! Ese gesto de voluntad, escribió alguna vez el pensador Raúl Roa, se convirtió en el símbolo de toda una generación. Soñar lo imposible. Enfrentar a los poderosos como David contra Goliat. No pude dejar de recordar aquella anécdota cuando Pablo me contaba su delirio mientras yo lo escuchaba en silencio. ¿No fueron acaso las revoluciones grandes delirios? ¿No dijo Marx que la Comuna de París fue simplemente el intento de... “tomar el cielo por asalto”?
Pablo militó todo lo que hizo, en todos los partidos y movimientos en los que se involucró hasta el cuello, de manera voluntaria, gratuita, abnegada, sin jamás pedir nada a cambio. Huía del dinero como de la peste, de la fiebre, del cólera y de la gripe porcina. Con un convencimiento digno de imitar. No fue un militante rentado. Jamás fue un burócrata. Tenía una ética no sólo a prueba de balas, sino a prueba de algo mucho más poderoso que las balas, la mugre contagiosa del dinero. Amaba a Cuba, donde después vivió algunos años. Amaba la revolución latinoamericana y mundial. Admiraba profunda y sinceramente a la insurgencia colombiana. Comunista convencido, tenía un respeto enorme por Mario Roberto Santucho y sus compañeros y compañeras. Quiso mucho, mucho, mucho a las madres de plaza de mayo, de donde se fue con muchísimo dolor en el pecho, en los ojos y en la garganta, me consta. Se fue llorando de tanto que le dolía. Pero jamás aceptó renunciar a sus principios. Jamás aceptó alabar al gobierno de turno ni atacar al movimiento piquetero, espacio político y social donde terminó militando. Sus últimos suspiros fueron pensando en la libertad de los cinco revolucionarios cubanos infiltrados en las entrañas del monstruo imperial.
Pablo era inflexible. Quizás demasiado. Había que decirle “aflojá un poco”. Jamás aflojó, por suerte. Un imprescindible.
¡Abrazo grande Pablo! Quizás ahora te encuentres con otros delirantes, planeando insurrecciones y levantamientos populares vaya uno a saber donde.
Ojalá haya muchos Pablos en el futuro. Si los hubiera, estaríamos mucho más cerca de la revolución de lo que estamos en este país tan cruel, en este continente tan cruel, en este mundo tan cruel.
Néstor Kohan (LA HAINE)
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