La Masacre de Río de Janeiro, con un saldo de 132 muertos, no puede ser considerada por fuera del contexto internacional, de la injerencia de Trump y su política de intervención en América Latina bajo la acusación de “narcoterrorismo” a todo opositor político a sus posiciones.
Las primeras investigaciones oficiales sobre los eventos ocurridos en la madrugada del martes en los complejos Alemao y Penha, han confirmado la barbarie acometida por la policía. Los peritajes de los cuerpos evidencian signos de torturas, quemaduras, ejecuciones sumarias. Los jefes del operativo fingieron lamentar “una letalidad que se creía probable, pero no deseable”. Sin embargo, la megaoperación -que contó con la participación de 2.500 efectivos- y el traslado de los combates a la Sierra de la Misericordia fueron planificados previamente por las propias fuerzas policiales que interpusieron una “pared” de oficiales de élite, fuertemente armados, del Batallón de Operaciones Especiales (BOPE). Las bandas criminales, que el gobernador Castro busca catalogar como narcoterroristas -en sintonía con Trump- están lejos de suponer una amenaza al monopolio estatal de la fuerza. Múltiples analistas políticos brasileños, así como expertos en delito, aseguran que estos grupos, si bien están fuertemente armados, no tienen comparación con una fuerza regular, ni siquiera con organizaciones armadas como las FARC. Los asesinados fueron mayoritariamente jóvenes reclutados en los barrios más pobres de Río al servicio de un oscuro entramado delictivo. Jóvenes que combatían en ojotas y sin remera fuerzas de élite policial que los torturaron y asesinaron en la oscuridad de un monte. El principal objetivo del operativo era detener al capo narco “Doca”, que todavía se encuentra prófugo.
La policía, en un operativo que demoró interminables horas, citó a los familiares para reconocer los cuerpos en los hospitales cercanos a las favelas – el IMF y el Hospital Getulio Vargas-. La situación terminó en represión ante el malestar de las familias por las demoras y la negativa a entregar los restos.
El operativo policial fue vitoreado por la ultraderecha brasileña como el modelo a imitar en todo el país. En las últimas horas, fue replicado en San Pablo por Tarcisio de Freitas, aunque en este caso, se trató de una acción sumamente medida –arrojó sólo una víctima mortal y un herido-. El operativo buscaba ejecutar órdenes de detenciones de la banda más imponente de Brasil: el Primer Comando Capital (PCC). A diferencia de las operaciones en Río, los destinos fueron barrios cerrados y urbanizaciones de ricos, donde viven los capos del delito. La operación, ampliamente publicitada, sin embargo, no logró encontrar a los principales implicados. Se sospecha que ninguno de ellos vive en Brasil.
La violencia vista el martes en Río, conocida en las jornadas de miércoles y jueves, ha llevado a reactivar causas contra el gobernador Claudio Castro por abuso de poder político y económico, que se encuentran en la última instancia judicial, en manos del Tribunal Supremo Electoral (TSE), e involucran al presidente del Parlamento regional, Rodrigo Bacellar. Al mismo tiempo, el juez Alexandre de Moraes, ha solicitado a Castro que se presente el próximo lunes 3 de noviembre ante el Tribunal Supremo Federal a declarar y dar cuenta sobre el operativo del martes, bajo riesgo de acusación de violar los derechos humanos.
La ofensiva de la ultraderecha cuenta con un aval de Trump. Lula, por su parte, ha tomado distancia de las polémicas públicas con Castro. Ha firmado una resolución presidencial que eleva la protección a fiscales y policías. La derecha ha montado una operación política en su contra. El contraste político entre los dichos de Lula y la “cautela” oficial en sus declaraciones y acciones, contrasta con las de los dirigentes de base en las barriadas asediadas por la violencia narco y policial. Las denuncias de los delegados barriales en Alemao y Penha expusieron una situación de crisis humanitaria en las favelas.
Por otro lado, la iniciativa de Castro busca esconder una profunda fractura política en las filas del bolsonarismo y la lucha intestina por la candidatura para enfrentar a Lula en 2026. Castro, una figura en declive, es catalogado como un oportunista por la prensa brasileña. De ahí, las acusaciones que ubican al megaoperativo como una acción electoral en favor de su política de mano dura. Las intenciones de Castro, egoístas y oportunistas, no están en juicio. Lo que debe ser caracterizado es el alcance político de este globo de ensayo ejecutado por los círculos bolsonaristas contra el gobierno nacional. Diversas investigaciones, aparecidas en Folha de Sao Paulo, denuncian que las autoridades militares nacionales ocultaron el operativo al gobierno nacional; también se denuncia la filtración del operativo al Comando Vermelho. Las irregularidades se multiplican rápidamente. La descomposición social y política de Brasil busca ser aprovechada por una banda cívico militar de delincuentes para alinear al país más grande de América Latina en una empresa de rapiña internacional. No pueden entenderse de otra manera las súplicas de Flavio Bolsonaro (hijo) a Donald Trump para que bombardee las costas de Brasil.
Joaquín Antúnez
31/10/2025


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