miércoles, 22 de enero de 2020

La patria que crece, cubanos aquí y allá

Reconocer, como ya ha hecho la política cubana, que su cultura no se limita al territorio insular, implica que el fomento del interés nacional y su preservación rebasan las fronteras.

Si, como ha afirmado el gobierno cubano, la determinación de mantener el alcance y ritmo de las reformas no se dejaría sofocar por el clima de hostilidad prevaleciente con los Estados Unidos; y si, como indican las cifras, las visitas e intercambio con los emigrados no han retrocedido ante ese maltiempo, sería lógico que la reintegración de estos estuviera entre los objetivos estratégicos de las reformas, en especial, la consolidación del desarrollo y de su principal premisa, la soberanía nacional.
Las relaciones con los emigrados no suelen ser, en ninguna parte, un asunto gobernado por la política exterior, sino por la política a secas. Las gigantescas diásporas de México o China (aunque ninguno de los dos las suelen llamar así) no se relacionan con sus países de origen según los acuerdos migratorios firmados con otros gobiernos, sino mediante instituciones, leyes y sobre todo prácticas políticas propias y específicas.
Digamos, la normalización de las relaciones de Hanoi con los “vietnamitas de ultramar” (así se llaman ellos mismos y así los identifica el gobierno), especialmente con el gran flujo posterior al fin de la guerra en 1975, ocurrió mucho antes de que se restablecieran con Estados Unidos en 1996, o incluso que se iniciara el Doi Moi (sus reformas) en 1986. Además de hacer negocios o invertir (existe hasta un banco de inversiones para “vietnamitas de ultramar” que opera bajo la égida del Banco Estatal), el eje de esta normalización es político, y consiste en compartir la vida social y cultural del país, incluida la fiesta del Têt (año nuevo lunar), las rendiciones de cuenta de los gobiernos locales y la vinculación con centros académicos y de investigación-desarrollo del sector público.
Todo lo anterior ocurre a pesar de que entre estos “vietnamitas de ultramar” hay muchos que no precisamente adoran el sistema prevaleciente en su tierra natal; de que no pocos “anticomunistas históricos” intentan afectar las relaciones con Vietnam, y de que estos no carecen de recursos ni vínculos políticos para hacerlo –aunque los gobiernos de EEUU, Europa o Australia, donde son bien visibles, no les hagan mucho caso, dados sus intereses prioritarios con ese país.
Sin ignorar las obvias diferencias entre Cuba y Vietnam, su caso permite mostrar cómo puede desarrollarse un proceso de normalización con los nacionales que viven afuera, a pesar de las heridas de un conflicto que tuvo un costo terrible para los que se fueron y los que se quedaron, la descomunal escala de esa emigración (4,5 millones), el factor norteamericano atravesado por el medio, la permanencia de un régimen de partido único, y la cuestión de los derechos humanos y las libertades individuales, expuesta bajo el ultravioleta ideológico que ya sabemos. Este caso ilustra, sobre todo, que la cuestión de la diáspora de la Isla y su circunstancia no es una rareza ni se puede entender sin salirse del ombligo cubano.
Considerando las demandas sociales y económicas, la transformación cultural y las necesidades del cambio político en curso, y comparando con otras experiencias, se podrían retomar los tópicos pendientes sobre la emigración cubana, en particular, tres dimensiones clave: el reordenamiento institucional; el ejercicio de la condición ciudadana; la participación y pertenencia al proyecto de nación.

Rafael Hernández
OnCuba

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