sábado, 6 de julio de 2013
El Congreso Cultural de La Habana de 1968
Cuarta entrega de la serie de notas mensuales sobre el rol de los intelectuales y el proceso cultural promovido por la revolución cubana. En esta ocasión, nos detendremos en el Congreso Cultural de La Habana.
El Congreso Cultural de La Habana desarrollado en enero de 1968 con la participación de personalidades de más de 70 países, recoge los planteos de Fidel de 1961 y del Che de 1965 respecto del rol del intelectual y el lugar de la cultura en los procesos revolucionarios y de liberación nacional.
Circunscripto al campo de la cultura, puede incluirse dentro de los intentos de estructuración de una nueva corriente revolucionaria a nivel mundial apartada de las propuestas del socialismo soviético, que tuvo en los encuentros políticos de la Conferencia Tricontinental de 1966 y de la OLAS de 1967 sus dos máximas expresiones. La delimitación de la noción de intelectual revolucionario, la reivindicación de la lucha armada, la defensa de Cuba y de Vietnam y la aclamación de la figura y el ejemplo del Che Guevara, recientemente asesinado en las selvas de Ñancahuazú en ese entonces, son ejes generales que recorren el congreso.
La ligazón entre cultura y política resulta, a esta altura de los acontecimientos, una obviedad. Las discusiones pasan por cómo interpretarla y llevarla a cabo. Como todo evento de este carácter, las jornadas se nutrieron de una heterogénea cantidad de ponencias. Sin embargo, los congregados en La Habana coincidían en la importancia de establecer principios ético-políticos en lo que denominaban el rol de los “intelectuales revolucionarios”, a la vez que buscaban vincular la especificidad cultural con los procesos sociales en curso.
Durante los días que duró el evento se discutió la manera de aportar al cambio social desde la comunidad en la que cada uno vivía y desarrollaba sus actividades, intercambiando experiencias y reflexiones. Se planteó la relevancia de realizar tareas de cara a la vida cotidiana de los sectores populares, es decir, lo contrario de la excepcionalidad y el individualismo que regían sus prácticas en el mundo burgués. De lo que se trataba, proponían, era de formar parte del común y trabajar en conjunto en ese proceso creativo que era la revolución americana y del tercer mundo.
Entendían que la pauperización de los pueblos no era un problema meramente económico, sino también cultural. El desarrollo de una identidad autónoma se ligó entonces con la resistencia al imperialismo y a sus agentes nativos. Desde esta perspectiva es que pretendieron llevar adelante tareas precisas de acuerdo a su especificidad profesional por un lado, y las que demandara la lucha de clases por el otro. Afirmaban que la disputa cultural forma parte de la pelea por la hegemonía política y que el lugar del intelectual debe ser subvertido junto con la sociedad toda.
La “Declaración General” del Congreso –escrita colectivamente por los participantes del mismo- expresa estas nociones y establece que en esta clase de procesos existen “formas muy diversas de participación”, ya que “en la lucha por la liberación nacional y la creación del socialismo, se desenvolverá la batalla ideológica”. Se plantea allí que los intelectuales huyan a la vez del nacionalismo estrecho y del universalismo imitador para “contribuir en los países del Tercer Mundo al florecimiento de una cultura con raíces propias y amplios horizontes”.
Lo que se pretende es que el intelectual nunca pierda el contacto con su pueblo, con su historia, sus tradiciones y su entorno. La denominación de “vanguardia cultural”, en este sentido, implica una militancia activa en la lucha social con el fin de “contribuir al desarrollo de la cultura nacional, entendida no como un encasillamiento localista sino como un proceso de incorporación de los logros alcanzados por la humanidad en su historia”, y una ruptura con el aislado rol social de “especialista” que a los intelectuales les asigna el sistema capitalista.
A partir de estas conceptualizaciones que imbrican cultura y política hay críticos –como por ejemplo la académica argentina Claudia Gilman- que sostienen la tesis de la preeminencia de un presunto “antiintelectualismo cubano”. Sin desconocer la existencia al interior de la revolución cubana de una corriente de este tipo (que el propio Alfredo Guevara catalogó como de “desprecio a los intelectuales” y “humillación de la dignidad intelectual”, y que en parte tomó las riendas de la cultura en la isla durante el denominado Quinquenio Gris en los años setenta), en términos generales no parece ser el Congreso del ´68 un ejemplo de ello.
Igualmente, no se trata de una polémica de fechas, sino de discutir un concepto que si bien en el caso de esta serie de notas analizaremos en profundidad más adelante, merece cuanto menos una valoración. Como en las “Palabras a los intelectuales” de Fidel y en “El socialismo y el hombre en Cuba” del Che, resulta explícito aquí que las demandas por una participación activa a nivel político –e incluso, en tal contexto revolucionario, político y militar- de diversos sectores de la sociedad -dentro del cual no se excluye a los intelectuales-, no implica necesariamente una postura antiintelectualista; es decir, que éstos dejen al margen la propia práctica cultural ni que deban poner su labor al servicio de intereses meramente coyunturales. ¿Por qué catalogar de “antiintelectualista” la pretensión de que los escritores y artistas asuman también un rol militante en los procesos de liberación nacional?
Por el contrario, siguiendo a Nilda Redondo, podemos preguntarnos “cómo alguien puede hablar de antiintelectualismo cuando si hubo una época de esplendor cultural fue justamente esa; cómo referirse a estos intelectuales revolucionarios como antiintelectuales que despreciaban la teoría cuando lo que se observa es un despliegue teórico fenomenal desarrollado a la luz de una proliferación de nuevas experiencias” que dieron pie a frondosos debates. En contraposición: “En este camino los intelectuales no es que anulan su intelecto y comienzan a actuar sin pensar, o trabajan mecánicamente sin crear, sino que tienen que desarrollar otras tareas, construir otra subjetividad intelectual, confrontar con el poder imperial desde un campo contrahegemónico, generar circuitos de comunicación populares, alternativos al poder dominante. Los intelectuales tienen que ser educadores del pueblo. Los científicos, técnicos y todos los trabajadores de la cultura deben contribuir a un avance acelerado en el terreno de la ciencia, la técnica y el arte”.
Por lo tanto, con lo que se rompe es con una forma de entender y de llevar adelante la práctica intelectual, no con la intelectualidad misma.
Se procura así aportar a la edificación de una nueva organización social y de un hombre nuevo que la conforme, donde la intelectualidad no sea un agente externo del campo popular ni esté desligada de la construcción social venidera.
No se intenta eliminar, ni siquiera relegar, la práctica intelectual para asumir un rol “político” (pues, como señala el texto nombrado, el ejercicio literario y científico “constituye en sí mismo un arma de lucha”), sino hacer confluir la práctica específicamente intelectual (“cuando las circunstancias lo exijan”) con el resto de las prácticas que los habitantes de una sociedad desarrollan en su territorio.
Los intelectuales reunidos en Cuba en el ´68 explicitan estas posturas, la unión de la teoría y la práctica, el estudio minucioso y la defensa concreta –militar- de la revolución, el dominio de la ciencia y el trabajo físico. Pretenden que todo sea reunido en un hombre nuevo, integral. Ese es el direccionamiento, si no se llega, no importa, por lo menos se habrá avanzado en el camino. En palabras de la mencionada “Declaración…”: “Vinculada esencialmente a la lucha política, a la defensa y desarrollo de su revolución, la vanguardia [cultural] mantendrá la investigación y experimentación más rigurosa paralelamente a la respuesta a toda necesidad inmediata.”
La “Declaración general”, junto con el “Llamamiento de La Habana” (también firmado pluralmente por los presentes), aportarán a –y son parte de- una mayor radicalización de la intelectualidad latinoamericana y del campo cultural en su conjunto, e incluso colaborarán en el intento por transformar el rol y el lugar en el que se ubica el intelectual en las sociedades modernas.
Estas declaraciones no fueron menciones aisladas generadas por gargantas calientes por el sol del caribe, sino ejemplos que permiten graficar un proceso general y de carácter continental: el de los intelectuales en revolución.
Leonardo Candiano
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