jueves, 16 de abril de 2009
La victoria de Yeyé
Menos mal que existen los que no tienen nada que perder, ni siquiera la muerte [...] Se mueren sin decir de qué muerte / sabiendo que en la gloria también se está muerto[...]
Silvio Rodríguez
Después de tantos años, todavía Mamá nos moviliza a mi hermano y a mí con su presencia. Sin hablar, mi hermano Abel y yo sentimos latir su corazón en cada pieza que salió de su casa, y que su criterio agudo e inteligente es el que cambia una comadrita1 o un florero de sitio.
Todo lo que tenemos no nos perteneció nunca, no heredamos nada; de alguna forma ella así lo dispuso y así fue. El amor y la fuerza con que concebía todo, protegen su propiedad. Su estirpe es más dimensionada que la de los revolucionarios y sí que fue revolucionaria: creo no haber tenido tan cerca un ejemplo mejor; pero para imaginarla bien, para que mis hijos y los vuestros la conozcan, traten de integrar la independencia de una Madame Bovary en la pureza de Juana de Arco o, más simple, la poesía intimista de Anne Sexton y su Wanting to Die con el compromiso frontal, arraigado y único de la revolución de Fidel Castro, en la que comenzó a vivir desde sus mismos inicios, como anuncia este libro2 a gritos. Esta revolución que entró por la estrecha puerta del apartamento de 25 y O, el que ella se preocupaba por limpiar, fue la razón de toda su existencia. La misma revolución que al cabo de 50 años parece ser la revolución mundial, cambió los primeros pañales húmedos en el alma de esta mujer, que azarosamente fue también mi madre.
Muchas veces me dijo que desde el inicio confió en Fidel de forma total y que para ella y para su hermano Abel3 , Fidel debería estar vivo por mucho tiempo. De esto no nos cabe dudas ahora, pero hace medio siglo solo la luz especial que brilló en estos Santamaría pudo ofrecer la señal de la importancia de un Fidel Castro para la Revolución Cubana. En la carta que les enviara a mis abuelos desde la cárcel de mujeres en Guanajay, incluida en esta edición, así reza. Con una ingenuidad casi infantil invita a su madre a que sea feliz en la muerte de Abel y auguró cambios “grandes y profundos” para mis abuelos, los cuales se hicieron verdad: mi abuela, una española convencida, terminó sus días luchando por su central Constancia con fervor apasionado y militando en las filas del Partido Comunista.
Así y todo el Moncada fue apenas la punta del iceberg. No creo que nadie que la conociera con esta intensidad pudiese decidir que “Haydée no soportó el Moncada” y no pudo sobrevivir a los ojos de Abel sumergidos dentro de una palangana. Luego de eso fue mucho más rica e hizo mucho más. La muerte de Abel fue la muerte de su primer gran amor, del cual sacó fuerza y nunca debilidad. Sabía que estaba en el ojo del ciclón como todos los iluminados. El Moncada, Boris4 y Abel fueron apenas un buen comienzo para esta mujer.
No se me ocurre ahora, por ejemplo cómo Fidel iba a conseguir que no fuera al hospital civil por peligroso que pareciera. Desde que planchaba con sus manos excesivamente femeninas los uniformes de los combatientes, ella ya estaría en esta Historia. Le sobró espacio para conocer y llorar otros amores. En la clandestinidad era pez en su agua, habría que escucharle los cuentos sobre la incapacidad de mi padre para esconderse. Reconocía en el joven abogado Armando Hart cualidades e inteligencia únicas y necesarias para la empresa de Fidel, como son su cultura política y su capacidad de asociar en un mismo proyecto cualquier idea honesta. Me consta el amor único que le profesó y el respeto con que nos enseñó a quererle más allá del amor filial. Su prioridad fue esa utilidad especial de mi padre para con la revolución.
De Frank País5 me decía que su altura “nos hacía falta”, su seriedad y su sentido de la disciplina. Daría la impresión que estaba construyendo un Arca de Noé dentro de la cual proteger lo más virtuoso y capaz del pueblo cubano: una acuarela, una síntesis de la más pura raza del ser humano de su tiempo y lugar. Cuando yo le preguntaba, por ejemplo, ¿para qué Frank nos hacía falta?, ella me miraba con ojos enormes y misteriosos, y respondía bajito, como si aún estuviese en la clandestinidad “para esto Celia María, para hacer esto”. Nunca me llegó a decir que cosa era esto; ahora ya no hace falta, lo sé, pero gasté muchos años en comprenderlo.
Es imprescindible que la recuerden así, llena de luz, disfrutando su entrega a la misteriosa obra de Fidel que nunca termina, que no terminará jamás.
De las veces que estuvo en la Sierra emergen, según lo que me contaba, dos almas elegidas: el Che, del cual comentaré después, y Celia6 , de quien me dejó la maravilla de su nombre. Desde niña me decía: “Cuando te reconozcan por tus apellidos (Hart y Santamaría), di que tu nombre va primero, que te llamas así por Celia Sánchez, y es ese el que debes cuidar. Es el mejor regalo que te he dado, su nombre, aprende a respetarlo.” Sentía una gran tranquilidad al saberla cerca de Fidel. La muerte de Celia unos meses antes de la suya la conmovió a límites increíbles. Sobre todas las cosas me decía, entre una lágrima y otra, que quien nos debía preocupar era Fidel. ¡Quién lo cuidaría como Celia!
Al tomar el poder, el Ejército Rebelde comenzó otra etapa en la lucha. Mi abuela paterna Marina les decía constantemente a ella y a mi padre: “Ya se acabó, tranquilícense ya.” Esa palabra ‘tranquilidad’ es la antítesis de un auténtico revolucionario; los de estirpe mayor no conocen la paz, ni conocen la conformidad, el único fin es el cielo. Esta iluminada tomó como proyecto construir con las más puras ideas de Fidel, y con el calor y pericia de su espíritu, un nuevo mundo al cual la hermosa década del sesenta le abriría las puertas con un saludo, para ser feliz, para crear, para inventar, volar y prestar ala a las primeras y solitarias notas de Silvio7 , o las saltarinas y frescas letras del Gabo8 , o saber sin deshojar margaritas quiénes serían sus aliados. Ahí están o estuvieron sus aliados para la empresa de una iluminada.
Al igual que pasaría con Celia, la muerte del Che fue un verdadero infarto de amor. Cuando me hablaba del Che sufría muchas veces más que al hablar del propio Abel. Ella misma me dijo: “Sin él casi no concibo la revolución”, y seguía “Qué hará Fidel sin el apoyo del Che”. Pero pasó el Che a su rosario sagrado y siguió su lucha. Cada 8 de Octubre mi hermano y yo no podíamos salir, nos quedábamos a transcribir las cartas del Che a sus hijos, a interpretarlas, y desde entonces, tal vez porque en octubre oscurece pronto o por este rito, los días 8 de este mes me cargo de una melancolía especial.
Estudié el preuniversitario con Camilo, el segundo hijo del Che con Aleida y recuerdo cómo era para mí este niño de especial. Camilo era indomable y de carácter limpio, cuando me enfadaba con él y se lo contaba a Mamá me decía: “Tú solo cuídalo, que nadie hable mal de un hijo del Che”. No era difícil hacerlo, se ganó el respeto y cariño de todos sin tener que pronunciar una sola vez su apellido. Pero no había un fin de semana que no me comentara algo para que yo sintiera por dentro al Che, como que le dolía el solo hecho de no haber conocido al amigo mayor, ya eso era de por sí un pecado original. Ella lo lograba sin dificultad, diseñaba los estados de ánimo, el entorno como si fuese un hada.
El enigma del Che Guevara, el mito sin réplica de lo que significó para las generaciones posteriores su imagen de esperanza la sintió mi Mamá desde que lo conociera. Si nos detenemos a observar todos estos seres especiales, que de una u otra manera viajaron más o menos tiempo en la nave de Fidel, su brújula era la misma: proporcionar al nuevo milenio donde escasean los mitos y la altura de alma, un veterano que levantara los tiempos en almohadillas de amor y coraje. Ese debería ser Fidel. La confabulación atemporal de estos astros, Abel, Frank, el Che, Celia y otros más, consignó su meta a la llegada de un Fidel Castro íntegro y pleno que pudiese recordar la necesidad que tiene la humanidad de soñar, para poder verdaderamente construir la realidad. En la carta que le enviara al Che después de muerto, publicada hace poco nuevamente por Ocean Press, está el Che muerto solo para nosotros. Ella le hablaba al Che, sabía que le escuchaba.
Para Haydée fue sagrado nuestro comportamiento moral. Recuerdo que en uno de mis cumpleaños, Celia Sánchez me regaló una fabulosa caja de muñecas. Yo no pasaba de los siete y después de dejarme disfrutar de aquella sorpresa, me dijo: “Ahora escoge una. El resto, para tus amiguitas que no tienen a Celia que les haga regalos.” Aquella historia parecida a la de Bebé y el señor Don Pomposo, de José Martí, es una experiencia muy fuerte cuando la vida te la saca del papel de los hermosos cuentos y convoca a tu corazón para el personaje. Fue tan profunda que todavía sueño con aquellas muñecas; pero también aprendí junto al recuerdo de los juguetes perdidos, que lo que se regala con más amor es aquello que en verdad nos gusta. Así fue nuestra educación.
El hecho de ser su hija no era un beneficio, era un compromiso que apenas lograba identificar, sobre todo para los niños Abel Enrique y Celia María. Nos cambiaba año tras año el número de hermanos y en mi casa se reunía todo aquel que tenía una pena, los recuerdos amados de Víctor Jara y su voz timbrada de tristeza y amor, la hermosa Milena Parra, a quien debería yo cuidar y darle las muñecas más lindas por ser la nieta de Violeta Parra, y así tantas personas.
Siendo muy pequeña, recuerdo que alguien con guitarra fue a la casa muy triste por algo. Pudo ser Silvio Rodríguez, Pablo Milanés o Vicente Feliú9 , nunca lo supe y recuerdo que frente al mar erizado de invierno caían ruidosos los relámpagos de una verdadera tormenta. “De esos rayos de luz que matan -dijo-, algún día sacaremos corriente”. La relación entre el temor y la felicidad no la supe nunca, pero este joven tomó la guitarra y se puso a cantar. Ya era nuevamente feliz.
Odiaba al formalismo más allá del límite. Eso reinó en su Casa, en la casa del Vedado, como decía, la de las Américas. Allí impuso con el garrote del amor su forma especial de impulsar una empresa. Creo que la burla y el desprecio a la burocracia de la gente menor está en mi casa colgando de una pared: un dibujo sobre una servilleta de papel del pintor Mariano Rodríguez durante un flamante consejo de dirección al que debía él poner asunto. Ella fue su jefe y esa servilleta fue la única acta de esa reunión, al menos la única que debe quedar. Creo ver sus reuniones libres de dobleces, me las imagino como un conjuro de estrellas peleando contra el lodo que solo tiene razón de existir para hacerlas brillar más.
También decidió que yo, con 12 años, estaba muy enamorada de Roberto Fernández Retamar10 y no cumpliría los 13 sin estarlo verdaderamente. La gran Adelaida de Juan, esposa de mi Quijote, sería mi confidente, todo eso dispuesto por ella. Guardo en mi casa la foto que le obligó a regalarme y el pequeño búcaro donde cada dos días debía poner una rosa blanca, porque “Roberto amaba mucho y muy lindo a Martí, para amar a Martí hay que hacerlo como él”.De aquel amor quedó lo que se proponía: una profunda admiración por Roberto y Adelaida y una conexión sentimental de amor virginal por José Martí, que solo el estudio posterior de su obra ha realzado. Cuando leo a Martí todavía siento el aroma de la rosa blanca y la cinta que con amor ella me colocaba en el cabello antes de dormir. Me ligó a Martí con lo inquebrantable: el amor pasional de una adolescente. Nunca he amado a ningún hombre así.
Ella no pasaba del sexto grado, pero para ellos, los iluminados, eso basta. El lazo de su amor por la vida los exime de todo reconocimiento académico. Allí es donde está esta mujer que todavía persigue donde vivir. Errante, pero feliz de lo que está viendo. Creo que mi hermano y yo, “herederos genéticos” de su existencia, estamos de acuerdo en lo esencial: las palabras inspiradas de Abel, de mi Abel, en escasas ocasiones, le alcanzan para suplir su prolongado silencio. No nos queda de otra que respetar a todas las personas que deciden mejor estar muertas que vivas.
El viejo cliché de que los revolucionarios no se quitan la vida (eso lo decía ella también) es tan pueril, que basta un par de nombres para echarlo por tierra. Dicen que los animales no se suicidan, a no ser para defender la especie. Es pues, al menos, una forma muy humana de morir. Los Lafargue decidieron que eran más útiles así para la causa del proletariado y no dudo que lo hayan sido.
¿Quién osa decir que las campanas que hizo doblar Hemingway con su pluma no hicieron repicar a todas las iglesias del mundo con el grito de su última bala? ¿Quién no prefiere todavía la rubia de todos los tiempos en el cine, a la cual hasta un sacerdote brillante le escribe un poema de amor? ¿Quién diría que Violeta Parra no le daba gracias a la vida con honestidad para viajar a la muerte sin temor y segura de sí misma, al dejarnos en su voz el candor de todo un continente? Entonces solo es bajar la cabeza, quitarse el sombrero y deslizar lágrimas de piedad por nosotros y no por ellos que están más vivos que muertos, que viajan por el lindero entre ambos estados de la materia libremente y sin dolor, que nos cuidan de los errores. Nosotros estamos destinados a morir irreversiblemente, ellos no.
Y para aquellos a los cuales solo los hechos contables se miden, ahí está la Casa del amor que fundó Haydée, ahí está América de la cual fue devota, pues sintió su palpitar trémulo y confuso al hacerse novia de sus heraldos. Respetad pues los hechos contables, aquellos en los cuales el corazón no piensa y, por no saber sentir, no entienden y llaman locos a los que les superan en cordura del alma. Para los iluminados, vivos y muertos, sí va mi mensaje de gratitud, como grita Silvio en su “menos mal que existen”.
Un solo detalle se me escapa: soy su hija o lo fui y me dejó objetivamente viva en su muerte, rodeada de algunos muertos en vida, aunque en un universo de gravedad y magnetismo que es Cuba como epicentro de las luchas humanas por un mundo mejor, el único mundo que se merece este universo que lleva 15 000 millones de años trabajando en pos de la armonía. Se fue dejándome segura donde puedo trabajar por lo justo al lado del Fidel, que tantos y tantos levantaron con su último suspiro y enamorada perdidamente de Martí.
Entonces, nuestra victoria final, la de “Yeyé”11 , está relacionada con el logro de la felicidad de cierto planeta azul de un sistema solar en los confines de la Vía Láctea, y que dentro de varios siglos podrán decir sus moradores: nuestra dicha mundial pudo muy bien estar relacionada con un pequeño apartamento de una pequeña isla, de nuestro pequeño planeta. La Tierra es feliz, debemos ahora cuidar del Sol.
Notas:
1 Mueble utilizado para balancearse, que data de la época colonial.
2 Este texto es el Prólogo a la primera biografía de Haydée Santamaría en proceso de edición por Ocean Press.
3 Abel Santamaría Cuadrado, segundo jefe del Movimiento 26 de Julio. Con solo 25 años fue apresado en la mañana del 26 de julio de 1953 junto a un valeroso grupo de compañeros. Fue salvajemente torturado. Le sacaron los ojos y se los mostraron a su hermana en prisión. De él diría Fidel que era “el alma del Movimiento”. Asesinado ese mismo día.
4 Reynaldo Boris Luis Santa Coloma, novio de Haydée durante la lucha clandestina contra la dictadura de Fulgencio Batista, integrante del Comité Civil del M-26. Asaltante al cuartel Moncada apresado por los sicarios batistianos, horriblemente torturado y asesinado.
5 Frank País García, joven luchador de la clandestinidad, prestigioso líder revolucionario de la zona oriental de la isla, jefe de acción nacional del M-26. Asesinado el 30 de julio de 1957.
6 Celia Sánchez Manduley, junto a Frank, organizó y dirigió los refuerzos que se enviaron a la Sierra Maestra. Ella misma luego se incorporó a la lucha guerrillera junto a Fidel Castro en las montañas orientales. Luego de terminada la guerra, creó la Oficina de Asuntos Históricos. Desempeñó funciones en el Estado hasta su muerte en 1980.
7 Cantautor, miembro del Movimiento de la Nueva Trova Cubana.
8 Escritor colombiano Gabriel García Márquez
9 Miembros de la Nueva Trova Cubana.
10 Poeta, ensayista cubano. Director de la Casa de las Américas.
11 Apócope familiar de Haydée.
Mamá, la cárcel y la felicidad
Ya son 50 años de la salida de mi madre de la cárcel de Guanajay. He visitado su celda más de tres veces y todavía no acepto de manera consciente que esa mujer radiante y feliz, esa mujer que hacía una fiesta con una jarra de agua, que me peinaba el cabello, que hacía de Casa de las Américas la sede del entusiasmo, esa que me hizo adorar la música de Silvio cuando sus canciones se escuchaban solo de su voz adolescente, esa misma mujer estuvo presa junto a Melba en una oscura celdita y perdió a su hermano y perdió a su novio, y lo único que le quedaba era una patria herida y palpitante y un hombre que sería quien la salvara.
Todavía es un enigma cómo Haydée pudo apoyarse en la fe de que Fidel estaba vivo para seguir camino, cómo se enfrentó a todo y a todos tratando de que al fin Cuba y Fidel coincidieran, como una premonición, como un encuentro sagrado. Tiemblo todavía al leer la carta que sigue a estas letras. Mi abuela debía entender que su hijo Abel no era tan importante como Fidel y debería ser feliz porque un desconocido hubiese salido con vida del Moncada y no su hijo... parecería un delirio a causa del dolor... Unos años después, mi abuelita Joaquina se comprometió tanto con Cuba y con su pueblo del central que pocos de Encrucijada aceptarían que era española. Ese delirio de Haydée era el anuncio de una gran verdad: mis abuelos murieron en Cuba y luchando por su pueblo como un encrucijadense más.
La fotografía en el Día de Reyes de 1954, de tan conocida, cobra vida en Guanajay. No quiero pensar, por ser morboso, el sufrimiento de mi madre al recostarse en las camitas grises. Su mente debe haber volado alto y yo creo, o quiero creer, que después de pensar en su hermano –para mí, el Santo de la familia, pues no acabo de encontrar alguien que me diga algún defecto suyo–, hubiese soñado con la Casa, con nosotros, con tanta y tanta gente buena que conoció después. Quiero creer que así como dispuso que Fidel era lo que Cuba necesitaba, hubiese pensado que la Casa de las Américas, con todo y su vibrante multitud, mi hermano Abel y yo éramos imprescindibles para ella. Que este impulso la acompañó siete meses, que el libro de José Ingenieros y sus fuerzas morales le anunciaran un futuro cercano lleno de amor y compromiso al lado de mi padre, que sería la directora de una orquesta de ángeles americanos, que apenas con los rudimentos de su educación alcanzaría a augurar en mi patria quién cantaba o pintaba o escribía con oficio.
A la distancia de estos cincuenta años y más de veinte de su muerte, creo sentirme feliz pensando, como en una novela de caballería, que cuando esa muchachita delgada y triste atravesó el portón del reclusorio de Guanajay, sabía que le esperaba la lucha permanente al lado de la mejor estirpe del pueblo cubano... Dijo un viejo alemán con barbas y talento, que la lucha era su idea de la felicidad..... Mi madre alcanzó los más altos escalones de la dicha. Que yo recuerde, no dejó jamás de estar en campaña.
Carta* enviada por Haydée Santamaría a sus padres, al llegar a la cárcel de mujeres de Guanajay, 1953
Ya estoy en Guanajay, desde que llegué, iba a escribirles, pero sé sabían de mi estancia aquí por Elena y Manuel y que sabían estaba muy bien.
Creo hace como 15 días estoy aquí y pensé era mejor esperar unos días para escribirles y contarles algo de esto y como son las cosas para venir, y si podían y dejaban entrar niños, para que me trajeran a Carín1 . Pueden decirles que los pueden traer, y las visitas son los domingos de 2 de la
tarde a 6.
Quiero que sepan que estoy muy bien, que ustedes no se preocupen en venir. Todos los domingos vienen muchas personas y nos traen de todo, además, la comida es buena, así que no deben tener preocupaciones. Sí creo que el domingo que vengan, que no debe ser más de una vez al mes, me lo comuniquen antes, para que ese domingo no vengan más visitas, para así poder estar con ustedes y no tener que atender a más gente que sí vienen todos los domingos por ser de aquí. Por eso, deben avisar antes de venir; les repito, estoy de lo mejor, si no fuera por la preocupación de ustedes por mí, y por saber el dolor que tienen por pensar que no tendrán más a Abel con ustedes, pudiera decirles que soy casi feliz. Si ustedes pensaran como yo sobre Abel, pudieran también, si no ser felices, no ser tan desgraciados como sé que son.
Mamá, Nino2 , sé bien que nada que les diga les quitará esta terrible pena, tal vez cuando pasen los años me entenderán, cuando tengan de verdad la seguridad de que ustedes son padres privilegiados, que siempre tendrán a ese hijo, y lo tendrán tal y como era, bueno, joven, hermoso, jamás ese hijo será como tendrán a los otros, estos otros se convertirán en viejos, feos, agrios. Abel fue, es y será ese hijo que no envejece, siempre seguirá con su cara tan linda, siempre seguirá para ustedes, para todos nosotros con su fuerza, con su infinita ternura, será quien nos haga ser de verdad buenos, será siempre el guía, y para ustedes será el hijo más cercano. Piensen bien que ya ustedes han sufrido cambios, cambios tan grandes y bellos, que aunque fuera por eso solo me conformo, soy casi feliz; Abel los ha hecho cubanos, Abel ha logrado que ustedes amen esta tierra, amen la hermosa tierra donde él nació, y creo que es lo único que él amaba más que a ustedes.
Como ustedes pueden pensar, no tendrán más a Abel, si él desde Santa Ifigenia3 les ha dicho: quieran a Cuba, quieran a Fidel, y ustedes, aunque antes él se lo pidió, es hoy cuando han entendido esa verdad, y yo, si no los viera más a ustedes, sentiría la felicidad de tener siempre padres, porque han sabido ser padres de Abel.
Mamá, Nino, y tú sobre todo mamá, si me dijiste tantas veces que yo nada más quería a Abel, que era el único que me importaba en la familia, y hoy vivo, no soy desgraciada, ¿por qué tú no vas a poder vivir, no ser desgraciada? Vas a vivir más que nunca para él, vas a amar lo que tanto él amó; puedes dedicarte a defender lo que era razón de su vida: los trabajadores de Constancia4 , no los Luzarragas5 , y por primera vez te oí decir cuánto querían todos los trabajadores de Constancia a Abel, cómo me han acompañado sin pensar si eso los perjudica con los Luzarragas.
Mamá, ahí tienes a Abel, ¿no te das cuenta mamá? Abel no nos faltará jamás. Mamá, piensa que Cuba existe y Fidel está vivo para hacer la Cuba que Abel quería. Mamá, piensa que Fidel también te quiere, y que para Abel, Cuba y Fidel eran la misma cosa, y Fidel te necesita mucho. No permitas a ninguna madre te hable mal de Fidel, piensa que eso sí Abel no te lo perdonaría.
Notas:
*El texto original de la carta ha sido objeto de algunas correcciones en aras de su mejor comprensión.
1 Sobrina de Haydée. En ese entonces una bebita.
2 Apócope cariñosa empleada por Haydée con su padre Benigno Santamaría.
3 Cementerio de Santiago de Cuba.
4 Central azucarero Constancia, hoy Abel Santamaría Cuadrado.
5 Se refiere a los terratenientes explotadores de la zona donde vivía la familia Santamaría Cuadrado.
Celia Hart
Tricontinental 159 / AÑO 38 / 2004
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